Cuando Ollantay, el célebre guerrero inca, vio a la princesa Cuciccyllar, el amor se apoderó de su corazón, y cuando supo que la “ñusta” le correspondía con igual intensidad, se dirigió al inca para pedirle la mano de su hija.
Tanto atrevimiento enfadó al monarca, quien despidió al guerrero con frases hirientes.
Al día siguiente ambos enamorados, casados en secreto, se dieron a la fuga. Ollantay llevaba consigo un reducido y selecto grupo de amigos y fieles soldados.
Los ejércitos del inca marcharon contra el general rebelde y lo persiguieron tenazmente, sin conseguir vencerlo ni apresarlo.
Ollantay se guarneció, finalmente, en la fortaleza que aún lleva su nombre. Allí resistió un largo asedio y logró, a la postre, derrotar a su soberano, por lo que pudo vivir en paz y felicidad con su amada esposa.
Fruto de aquellos amores fue Ima-Sumac, y al abrigo de aquellos muros inexpugnables creció la niña, sana, fuerte y hermosa, sintiendo cada día aumentar el cariño que profesaba a sus padres, quienes la adoraban.
El inca no pudo soportar el abandono de su hija predilecta ni la rebeldía de su general Ollantay, y murió agobiado por el dolor.
Tupac-Yupanqui, su hijo y heredero, quiso castigar a los culpables y sitió la fortaleza, que Ollantay defendió con arrojo y pericia inigualables. Ya se retiraba el joven inca sin haber podido cumplir sus propósitos, cuando la traición de uno de los oficiales de Ollantay puso en sus manos lo que tanto ansiaba.
Airado y sediento de venganza aprestábase Tupac-Yupanqui a decretar la muerte de Ollantay y la reclusión perpetua de la princesa cuando, violando leyes y costumbres, se presentó ante él una hermosa niña, pálida y sollozante. Era Ima-Sumac, quien se postró a sus plantas y le ofreció su vida a cambio de la de sus padres.
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