La calle parecía patoja recién peinada. Limpia, con olor a tierra mojada, las otras veces polvorienta calle, se engalanaba con rosas blancas y claveles deshojados.
Ya casi a la salida del pueblo, los vecinos habían construido un arco de corozo, que con su penetrante perfume, mantenían a su alrededor enjambres de abejas que zumbaban incansablemente. Inmediatamente después del arco, una gran alfombra de serrín pintado, servía de marco a una cruz dibujada con arena fina.
Pero después de aquel arco y aquella alfombra, la calle se transformaba en camino de tierra floja y amarillenta, de la cual se levantaban nubecillas de polvo ante el paso de las personas o cuando el viento pasaba rápido para perderse en la distancia.
A la orilla de aquel camino se levantaba un árbol, polvoriento y seco, que parecía estar muriéndose de sed bajo el implacable sol. Aislado y sin follaje, ni los pájaros lo buscaban, y el árbol permanecía solitario con sus ramas extendidas como pidiendo compasión.
Eran las tres de la tarde. Un pito lastimero anunció el momento en que la procesión salía de la iglesia. Al frente marchaban los encargados de los incensarios que, agitándolos de un lado para otro, iban dibujando nubecillas de suave fragancia. Después, en dos filas, marchaban los fieles vestidos de cucuruchos, y luego en hombros, el anda sobre la cual la imagen de Cristo vestido con una túnica que, con el reflejo del sol, parecía una llamarada lila.
La procesión marchó sobre las alfombras de mullido pino y sobre las trenzas de rosas y claveles rojos, luego pasó bajo el arco y finalmente, antes de salir del pueblo, se detuvo sobre la alfombra de serrín pintado. Luego abandonó la calle para marchar sobre el polvoriento camino, con dirección a la otra parte del pueblo que distaba medio kilómetro.
La procesión caminaba lentamente, el polvillo se confundía con el humo de los incensarios y el solo brillaba intensamente como si quisiera hacer más penosa la marcha. De pronto, sobre el polvo, aparecieron agujeritos, se escuchó un sordo rumor y un instante después, estaba lloviendo torrencialmente.
La procesión estaba lejos de las casas y nada ofrecía refugio, no tanto para los fieles, sino para la imagen de Cristo cuya túnica morada empezaba a mojarse. Entonces alguien vio el árbol seco, el cual con sus ramas extendidas parecía querer dar protección y ayuda olvidándose de sus propia miseria. Sin más, los vecinos cubrieron las ramas secas con algunos mantos y de ese modo, construyeron un mediano refugio para la sagrada imagen.
Tan repentinamente como empezó, dejo de llover. Los fieles, que habían permanecido con la cabeza cubierta por mantos, sombreros o pañuelos, empezaron a quitárselos y, entonces, un gran silencio se hizo en el grupo y casi sin sentir fueron cayendo de rodillas impulsados por el asombro.
El árbol seco y desprovisto de hojas, ante los ojos de los fieles, se iba cubriendo de verde follaje y en cada rama se iban encendiendo pequeñas flores lilas hasta cubrirlo totalmente y luego, como si el pobre árbol, profundamente agradecido y emocionado, no pudiera contener el llanto, fue dejando caer sus nuevas flores que, como lágrima lilas, fueron formando una maravillosa alfombra a los pies de la imagen de Cristo quien parecía sonreir lleno de ternura.
Desde entonces, todos los años para Semana Santa, la jacaranda se llena de flores lilas y forma bellas alfombras por si la imagen de Cristo vuelve a cobijarse bajo su sombra.
Doña Jacaranda
Abrió su sombrilla
Doña jacaranda
Y salió a la calle
Muy aseñorada
Una alfombra fina
Con hilos morados
Teje en estos días
De febrero y marzo.
Abra su sombrilla
Doña jacaranda
Y adorne su alfombra
Con flores moradas.
Abrió su sombrilla
Doña jacaranda
Y salió a la calle
Muy aseñorada
Una alfombra fina
Con hilos morados
Teje en estos días
De febrero y marzo.
Abra su sombrilla
Doña jacaranda
Y adorne su alfombra
Con flores moradas.
Escrito en Adrian Ramírez Flores
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