En una lujosa mansión, habitaba solo con sus criados un joven caballero apuesto y valeroso. Poseía una gran fortuna heredada de sus padres que el joven derrochaba continuamente en fiestas y devaneos amorosos.
No tenía temor a Dios ni al diablo, siempre estaba envuelto en disputas y retos.
De pronto, destacando sobre el verdor de la hierba, encontró una calavera humana.
Sin respeto alguno, le dio un puntapié, la hizo rodar, jugó con ella y se burló de los restos; cuando ya se marchaba, se volvió y le dijo:
Calavera, -esta noche estás invitada a cenar conmigo.
Con voz de ultratumba, la calavera le respondió:
-No os voy a despreciar, estad seguro de que esta noche iré cenar con vos.
Muy impresionado quedó el caballero ante aquella respuesta sepulcral, marchando muy preocupado y triste, repasando sus muchos y grandes pecados que ahora le pesaban de una forma jamás sentida.
Tan angustiado se sentía que a la mitad del camino, dirigiéndose a un convento, pidió confesión. El sacerdote escuchó también cual había sido la causa de su conversión... aquella extraña calavera. El confesor le dio la absolución y le impuso varias reliquias, entre las cuales se encontraban un trozo de la cruz de Cristo. Más reconfortado, marchó el caballero a casa.
Esperó pacientemente que llegara la noche y la hora de la cena. Al anochecer se oyeron unos aldabonazos y envió al criado a abrir la puerta, pensando que podía ser algún amigo...
Desde la habitación en que se encontraba pudo oír como se abría la puerta y una voz cavernosa decía así:
-Dile a tu amo que he venido a cenar con él, que me invitó esta mañana.
Serenamente, el caballero dijo:
-Déjale entrar, será bien recibido.
Por la puerta apareció un esqueleto que infundía terror. Le seguía el criado, pálido y demacrado, casi a punto de desmayarse de miedo.
El caballero, aún también preso del pánico, tenía una gran serenidad y fortaleza, confiando en las reliquias que el sacerdote le había dado. Acercándose a la calavera, le invitó amablemente a sentarse en su mesa y a participar de su cena.
Más la calavera le dijo que no quería cenar, que había ido a llevárselo a la iglesia donde ella también lo iba a invitar.
Sin atreverse a contrariarla, el caballero la siguió. El reloj daba las doce campanadas de medianoche... la iglesia estaba desierta y, en medio de ella, había una mesa preparada, alumbrada por la tenue luz de una vela. Junto a la mesa, una losa levantada mostraba una sepultura abierta.
La calavera le dijo al joven:
-Ven conmigo, cenaremos juntos, que yo te invito.
Pero el joven declinó acercarse, y le dijo:
-Todavía no tengo licencia de Dios y no quiero enterrarme vivo.
Furiosa, la calavera le respondió:
-Si no llevaras unas reliquias que representan a Cristo, quieras o no te haría quedar ahí dentro para siempre, donde ibas a sufrir eternos martirios. Yo en la tierra fui profano e incrédulo como tu, sin respetar nunca nada sagrado. Como castigo me veo penando por los siglos de los siglos. Cuando te encuentres un hueso humano, llévalo a enterrar en sagrado, piadosamente mientras rezas un padrenuestro por su alma. Que mi pena te sirva de escarmiento, esto es lo que debes hacer, si quieres que los demás lo hagan contigo, porque serás medido con la misma medida que midieres.
Cuando terminó de hablar, se metió en la sepultura, cayendo pesadamente sobre ella la losa levantada.
Después de este incidente, el caballero, totalmente arrepentido, tuvo una vida ejemplar hasta el resto de sus días.
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