Tenía el zar Berendéi tres hijos. El menor se llamaba Iván.
Poseía el zar un hermoso jardín con un manzano que daba frutos de oro.
Alguien acudía al jardín a robar las manzanas de oro. El rey, que tenía mucha estima a su jardín, puso en él guardia. Pero nadie podía descubrir al ladrón. Triste, el zar dejó de comer y de beber. Sus hijos le decían, para consolarle:
—No te apenes, querido padre, nosotros mismos guardaremos el jardín.
El hijo mayor dijo:
—Hoy me toca a mí vigilar el jardín.
Al anochecer fue a cumplir su cometido, pero, por más vueltas que dio arriba y abajo, no descubrió a nadie y, cansado, se durmió sobre la blanda hierba.
A la mañana siguiente, el zar le preguntó:
— ¿Me traes una buena noticia? ¿Has descubierto al ladrón?
—No, querido padre; en toda la noche no he dormido, no he pegado ojo, pero no he visto a nadie.
A la noche siguiente fue el mediano a guardar el jardín y también se durmió. A la mañana dijo que no había descubierto al ladrón.
Le tocó al hermano menor hacer su guardia en el jardín. Por miedo a dormirse, ni se atrevía a sentarse. En cuanto el sueño le acometía, se lavaba con el rocío que bañaba la hierba y se desvelaba.
A eso de la medianoche le pareció que en el jardín había luz. Era cada vez más intensa, y, por fin, todo el jardín se iluminó. El zarevitz vio que el pájaro de fuego estaba posado en una rama y picoteaba las manzanas de oro.
El zarevitz Iván se acercó sigiloso al manzano y asió de la cola al ave.
El pájaro de fuego se estremeció y levantó el vuelo, dejando en la mano del zarevitz una pluma de su cola.
A la mañana siguiente, el zarevitz Iván se presentó ante su padre. El zar le preguntó:
—Di, querido Iván, ¿has visto al ladrón?
—No lo he atrapado, querido padre, pero sé ya quién comete fechorías en nuestro jardín. Aquí tienes un recuerdo del ladrón. Es el pájaro de fuego.
Tomó el zar la pluma y recobró el apetito y el buen humor. Pero he aquí que una buena mañana se levantó con el pensamiento puesto en el pájaro de fuego. Llamó a sus hijos y les dijo:
—Queridos hijos, no estaría de más que ensillarais briosos corceles y salierais por esos mundos en busca del pájaro de fuego.
Los hijos se inclinaron ante su padre, ensillaron briosos corceles y se pusieron en camino, cada uno en una dirección.
El zarevitz Iván, fatigado de tanto cabalgar en aquel largo día estival, echó pie a tierra, trabó al caballo y se tendió a descabezar un sueñecito.
No se sabe si durmió mucho o poco tiempo, lo que sí se sabe es que, al despertarse, no vio su caballo. Se puso a buscarlo y, después de mucho caminar, dio con los huesos del animal. Quedó el zarevitz Iván muy entristecido.
¿A dónde podría ir sin el caballo?
«En fin -se dijo-, puesto a ello, iré a pie».
Caminó el zarevitz Iván hasta que se sintió invadido de un cansancio mortal. Se sentó muy triste en la blanda hierba. De pronto vio que corría hacia él un lobo gris.
— ¿Por qué, zarevitz Iván, te veo tan triste, tan abatido? —preguntó el lobo.
— ¿Cómo no voy a estarlo, lobo gris? Me he quedado sin mi buen caballo.
—Tu caballo me lo comí yo, zarevitz Iván… Me da pena verte tan cabizbajo. Dime ¿qué te lleva tan lejos?, ¿a dónde vas?
—Mi padre me mandó recorrer el mundo en busca del pájaro de fuego.
— ¡Vaya! En tu buen caballo no hubieras encontrado en tres años el pájaro de fuego. El único que sabe dónde vive soy yo. En fin, ya que me he comido tu caballo, te serviré fielmente. Monta encima de mí y sujétate con fuerza.
Montó el zarevitz Iván a lomos del lobo, y éste salió disparado, cruzando como una exhalación los bosques y los lagos. Por fin llegaron a una fortaleza de altas murallas. El lobo dijo:
—Escúchame, zarevitz Iván, y recuerda bien lo que te digo. Salta la muralla, y no tengas miedo, que toda la guardia está durmiendo. En un palacete verás una ventana en la que hay una jaula de oro con el pájaro de fuego. Toma el pájaro y guárdalo en el seno, pero ten buen cuidado de no tocar la jaula.
Saltó el zarevitz Iván la muralla y vio el palacete en cuya ventana descansaba la jaula de oro con el pájaro de fuego. Tomó el ave y la ocultó en el seno, pero quedó encandilado mirando la jaula. En su corazón se encendió la codicia. “¿Acaso puedo dejar aquí una jaula tan preciosa?”, se dijo. Olvidó el zarevitz lo que le había dicho el lobo y tendió la mano hacia la jaula. Pero en cuanto sus dedos la rozaron, sonaron en toda la fortaleza clarines y tambores. La guardia se despertó, apresó al zarevitz Iván y lo llevó a presencia del zar Afrón.
El zar Afrón montó en cólera y preguntó al zarevitz Iván:
— ¿Quién eres? ¿De dónde has venido?
—Soy el zarevitz Iván, hijo del zar Berendéi.
— ¡Qué vergüenza! ¡El hijo de un zar metido a ladrón!
— ¿Por qué no se acuerda usted de que su pájaro venía a picotear las manzanas de oro de nuestro jardín?
—Si hubieras venido honestamente y me lo hubieras pedido, te lo habría dado, movido de mi aprecio a tu padre, el zar Berendéi.
Ahora haré que tengáis mala fama en todas las ciudades. Aunque, mira, si me prestas un servicio, te perdonaré. Tiene en su reino el zar Kusmán un caballo de crines de oro. Si me lo traes, te daré el pájaro de fuego.
Muy triste regresó el zarevitz Iván a dónde le estaba esperando el lobo gris. El lobo le reprochó:
— ¡No te dije que no tocaras la jaula! ¿Por qué no me hiciste caso?
—Perdona, perdóname, lobo gris.
— ¡Ea, monta! ¡Enganchado al carro, no te quejes de la carga!…
De nuevo corrió el lobo llevando encima al zarevitz Iván. Por fin llegaron a la fortaleza en que se hallaba el caballo de crines de oro.
—Salta el muro, zarevitz Iván. La guardia está durmiendo. Ve a la cuadra y saca de allí el caballo, pero ten buen cuidado de no tocar el bocado.
Saltó el zarevitz Iván el muro, aprovechando que la guardia estaba durmiendo, se introdujo en la cuadra y atrapó el caballo de crines de oro, pero no pudo resistir la tentación de llevarse también el bocado, que era de oro puro cuajado de piedras preciosas. ¡Qué hermoso estaría el caballo con él!
Tocó el zarevitz el bocado y al instante sonaron en la fortaleza clarines y tambores. La guardia se despertó, apresó al zarevitz y lo llevó a presencia del zar Kusmán.
— ¿Quien eres? ¿De dónde has venido?, preguntó el zar.
—Soy el zarevitz Iván.
— ¿Y no se te ha ocurrido nada mejor que robar un caballo? ¡Pero si eso no lo haría ni un simple mujik! En fin, zarevitz Iván, te perdonaré si me prestas un servicio. El zar Dalmat tiene una hija que se llama Elena la Hermosa. Ráptala, tráela aquí y te daré el caballo de crines de oro con su bocado.
Más triste todavía que antes regresó el zarevitz Iván a donde le estaba esperando el lobo.
— ¿No te dije, zarevitz Iván —le reprochó el lobo-, que no tocaras el bocado? Otra vez no me has hecho caso.
—Perdona, perdóname, lobo gris.
—En fin, ¡monta!
De nuevo corrió el lobo llevando encima al zarevitz Iván. Llegaron al reino del zar Dalmat. En el jardín de la fortaleza paseaba Elena la Hermosa, acompañada de sus ayas y criadas. El lobo gris dijo:
—Esta vez no te dejaré entrar, iré yo mismo. Tú emprende el regreso, que pronto te daré alcance.
Emprendió el zarevitz Iván el regreso, y el lobo gris salvó de un salto el muro y se introdujo en el jardín. Se agazapó al pie de un arbusto y vio que Elena la Hermosa salía al jardín acompañada de sus ayas y criadas. Elena estuvo un buen rato paseando, y, en cuanto quedó un poco a la zaga de sus ayas y sirvientas, el lobo la asió de sus ropas, se la echó al lomo y huyó con ella.
Iba el zarevitz Iván por el camino y de pronto vio que el lobo, llevando a Elena la Hermosa, le daba alcance. El zarevitz Iván se puso muy contento. El lobo le dijo:
—Monta sin pérdida de tiempo, no sea que nos persigan.
El lobo corría veloz, cruzando como una exhalación bosques, ríos y lagos. Por fin, llegó con Elena la Hermosa y el zarevitz Iván al reino del zar Kusmán. Preguntó el lobo:
— ¿Por qué te veo tan triste y abatido, zarevitz Iván?
— ¿Cómo quieres que no esté triste, lobo gris? ¿Acaso puedo separarme de tal beldad? ¿Acaso puedo cambiar a Elena la Hermosa por un caballo?
El lobo gris le respondió:
—No te separaré de Elena la Hermosa. La ocultaremos en algún escondrijo, yo adoptaré su imagen y tú me llevarás a presencia del zar.
Escondieron a Elena en una cabaña que había en medio del bosque. El lobo dio una voltereta y quedó convertido en Elena la Hermosa.
El zarevitz Iván lo llevó a presencia del zar Kusmán. El zar se alegró mucho y dio las gracias al zarevitz, diciéndole:
—Te agradezco mucho, zarevitz Iván, que me hayas traído la novia.
Toma el caballo de crines de oro con su bocado.
Montó el zarevitz Iván a lomos del caballo y fue en busca de Elena la Hermosa. La sentó a la grupa del corcel y se dirigió hacia el reino de su padre.
Mientras, el zar Kusmán se casaba. El festín se prolongó hasta las tantas de la noche. Cuando se hizo hora de dormir el zar llevó a Elena la Hermosa a su habitación, pero en cuanto se acostó al lado vio que el lugar de su joven esposa lo ocupaba un lobo. El zar, espantado, se cayó de la cama, y el lobo huyó. Dio el lobo gris alcance al zarevitz Iván y le preguntó:
— ¿Por qué te veo tan pensativo, zarevitz Iván?
— ¿Cómo quieres que no lo esté? Me da pena separarme de un tesoro como el caballo de crines de oro, me da pena cambiarlo por el pájaro de fuego.
—No te apenes, yo te ayudaré.
Llegaron al reino del zar Afrón, y el lobo dijo:
—Oculta a Elena la Hermosa y al caballo, yo me convertiré en el corcel de crines de oro y tú me llevarás a presencia del zar Afrón.
En fin, ocultaron a Elena la Hermosa y al bruto en el bosque. El lobo gris dio una voltereta y se convirtió en el caballo de crines de oro. El zarevitz Iván lo llevó a presencia del zar Afrón. El zar se puso muy contento y le dio el pájaro de fuego en su jaula de oro.
El zarevitz Iván regresó al bosque, montó a Elena la Hermosa en el caballo de crines de oro, tomó la preciosa jaula con el pájaro de fuego y se dirigió al reino de su padre.
Mientras, el zar Afrón hizo que le trajeran el caballo, y se disponía ya a montarlo, cuando el corcel se convirtió en un lobo gris. Asustado, el zar se desplomó sin poder dar siquiera un paso. El lobo huyó y, al poco, daba alcance al zarevitz Iván, a quien dijo:
— ¡Ea, despidámonos, yo no puedo ir más allá!
El zarevitz Iván echó pie a tierra, hizo tres profundas reverencias al lobo gris y le dio las gracias con mucho respeto. El lobo gris le dijo:
—No te despidas de mí para siempre, que todavía he de serte útil.
“¿Cuándo vas a serme útil, si ya se han cumplido todos mis deseos?”, pensó el zarevitz Iván. Luego, montó a lomos del caballo de crines de oro y prosiguió su camino, con Elena la Hermosa y el pájaro de fuego.
Habían llegado ya al reino del zar Berendéi cuando al zarevitz se le ocurrió descansar un rato. Llevaban consigo un poco de pan, lo comieron, bebieron agua de un manantial y se tendieron a descansar.
En cuanto el zarevitz Iván se quedó dormido, llegaron al paraje aquel sus hermanos. Habían cabalgado por tierras extrañas buscando el pájaro de fuego, pero regresaban con las manos vacías.
Vieron los hermanos que el zarevitz Iván lo había conseguido todo y se confabularon.
— Matemos a Iván y todo será nuestro.
Se hicieron el ánimo y mataron al zarevitz Iván. Montaron a lomos del caballo de crines de oro, tomaron consigo el pájaro de fuego, sentaron en la grupa del corcel a Elena la Hermosa y la amenazaron:
— ¡No se te ocurra decir una palabra!
El zarevitz Iván yacía muerto, y los cuervos revoloteaban ya sobre su cuerpo. De pronto llegó corriendo el lobo y apresó a un cuervo y a su corvato.
—Vuela, cuervo, en busca de agua de la vida y agua de la muerte. Si las traes, soltaré a tu corvato.
Viendo que no tenía otra salida, el cuervo levantó el vuelo, y el lobo quedó sujetando al corvato. No se sabe si fue mucho o poco el tiempo que estuvo volando el cuervo. Lo que sí se sabe es que trajo el agua de la vida y el agua de la muerte. El lobo gris roció de agua de la muerte las heridas del zarevitz Iván, que cicatrizaron al instante; luego roció el cuerpo muerto con agua de la vida, y el zarevitz resucitó.
— ¡Cuán profundamente dormía!
—Tan profundamente —le dijo el lobo gris—, que de no ser por mí no te hubieras despertado nunca. Tus hermanos te mataron y se llevaron todo lo que conseguiste. Monta encima de mí sin pérdida de tiempo.
Volaron en pos de los hermanos y no tardaron en darles alcance.
El lobo gris los mató a dentelladas y esparció sus restos por el campo.
El zarevitz Iván se inclinó profundamente ante el lobo gris y se despidió de él para siempre.
Regresó a casa el zarevitz Iván montado en el caballo de crines de oro llevando consigo el pájaro de fuego, para su padre, y acompañado de Elena la Hermosa, con quien había resuelto casarse.
El zar Berendéi se alegró mucho de ver a su hijo y le hizo mil preguntas. Iván le contó que el lobo gris le había ayudado a conseguirlo todo y luego le dijo que sus hermanos lo habían matado cuando estaba durmiendo y que el lobo los había hecho pedazos.
El zar Berendéi se apenó, pero no tardó en consolarse.
El zarevitz Iván se casó con Elena la Hermosa y fue muy feliz con ella.
Alexander Afanásiev, folclorista ruso del siglo XIX
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