La tormenta terminó. Las nubes grises se perdieron en el horizonte. Se detuvo frente al camino blanco y recordó a sus compañeros, una tormenta similar había caído sobre esas tierras en aquellos lejanos años.
La nieve se abultaba más de lo normal sobre la helada pradera y los adultos se congregaban alrededor de las fogatas para calentarse y charlar, los siete días de confinamiento resultaron aburridos y tediosos. No se hizo esperar la visita de cuatro infantes al hogar de Itigiaq, su compañero de juegos y al que habían calificado como el más astuto, dándole un gran sentido al significado de su nombre, Comadreja.
Los niños corrieron alejándose de su pequeña tribu rumbo a la entrada glaciar del norte, lugar prohibido para cualquier Inuit, pero el juego era romper las reglas y mostrar quién de ellos era el más valiente. La neblina aún cubría los alrededores y el grupo se detuvo frente a la entrada mientras contemplaban las gigantescas paredes de hielo con tonos azules que se levantaban a ambos lados. Un camino apenas visible se abría entre los bloques como la hendidura de un cuchillo hacia lo desconocido y lo peligroso, nadie se atrevía a avanzar más allá de ese punto. Los cinco niños avanzaron, retándose a sí mismos.
El camino angosto y estrecho se amplió mostrando una pequeña explanada poblada de altos pinos que susurraban al ritmo del viento y continuaba perdiéndose entre las paredes estrechándose nuevamente. Uno de los niños gritó con entusiasmo y el resto se reunió a su lado para observar lo que señalaba con sorpresa.
—¡Miren! El Siku es más delgado y permite ver algo en su interior —el niño señaló el bloque de hielo que formaba parte de la pared—, son plantas y el suelo es verde.
—Tienes razón —indicó Itigiaq—, es igual al tiempo de calor, cuando el sol es insoportable, pero no sé…., es extraño y me da mala espina.
Otro niño tomó una piedra y golpeó el hielo para atravesarlo, el resto imitó al primero y después de un breve momento delgadas y brillantes líneas recorrieron su superficie, varios chasquidos anunciaron que cedía ante la presión. Sin pensarlo, Itigiaq retrocedió un par de pasos hacia atrás, había escuchado incontables veces los relatos de su abuelo acerca de los cazadores de niños, y su instinto lo alejó del grupo. Los pedazos cayeron en sus pies, un aire cálido brotó de su interior y los niños sonrieron al percibirlo, pero antes de brincar, correr o esconderse, una criatura de menor tamaño, de piel y pelo blanco saltó por detrás de ellos y tomó a un niño tumbándolo sobre el suelo, arrastrándolo con facilidad hacia el interior del boquete. Los otros tres, terriblemente asustados intentaron correr pero otra criatura más salió de la nieve y alcanzó a otro niño. Itigiaq tomó su pequeño puñal de piedra tallada y se acercó al único niño que aún no había sido atrapado, los otros dos habían sido arrastrados con tal rapidez que desaparecieron sin gritar.
Tomó las manos de su amigo al mismo tiempo que otra criatura blanca sujetó los tobillos del menor, Itigiaq notó la fuerza sobrenatural de esa horrible y diminuta criatura; sus enormes ojos blancos lo miraban con furia y amenazaba al entrometido mostrando sus dientes largos y filosos. De inmediato atacó con su cuchillo y la criatura respondió con varios manotazos para herirlo con sus largas uñas blancas pero el cuchillo tocó la carne blanca y un liquido azul pintó el pelaje y la nieve.
El viento comenzó a soplar con fuerza empujando el resto de neblina, los rayos del sol golpearon el suelo blanco y varios guerreros Inuit observaron a Itigiaq arrastrando sobre la nieve a uno de sus compañeros.
Después de que el Anatkok de la tribu revisó su estado físico se refugió en el interior de su bóveda de hielo, y cubierto por un abrigo de oso bebió con calma un caldo de grasa de foca mientras su abuelo lo interrogaba.
—Al herirlo soltó a Mauja y lo arrastré fuera del camino glaciar. Eran muchos, salían de la nieve e intentaron alcanzarnos pero creo que nos alejamos de sus nidos, se detuvieron y se perdieron en la blancura del paisaje.
—Te he advertido de ese camino y no fue por asustarte, he escuchado historias de los Ishigaq y sabemos que habitan en ese pasaje.
—¿Ishigaq? ¿El que se esconde? Ahora recuerdo esa historia.
—Son pequeños de tamaño y se esconden en la nieve, aprovechan las nevadas para salir de cacería y su platillo favorito son los niños, rara vez atacan a un adulto —el anciano observó con ternura a su nieto—. Al menos has puesto atención a mis historias y eso te ha salvado el pellejo, recuerda que nosotros somos más sabios e inteligentes que cualquier otra criatura.
A pesar de las heridas profundas en ambos tobillos Mauja logró sobrevivir y pronto se recuperó.
En pocos días la tribu abandonó ese lugar para alcanzar al gran rebaño de caribúes que migraba hacia el sur y con ello se apagó la horrible tragedia.
Antes de partir, algo llamó la atención de Itigiaq en la entrada del camino glaciar, la silueta difuminada de un lobo se dibujó entre la neblina y esa imagen la mantuvo en su mente durante mucho tiempo.
Ahora, en edad adulta, se convirtió en el mejor cazador de su tribu, regresaba a su hogar con diez o doce cuerpos de caribúes, una decena de focas y una vez logró cazar a dos enormes osos, pero desde que escuchó el relato de un viejo Anatkok de una tribu vecina su corazón se desvió al camino glaciar del norte. El viejo le había relatado que un cazador Inuit que perseguía a una manada de diez caribúes cerca de ese lugar se encontró con Amaguq, el poderoso espíritu lobo, indicándole que cerca de ahí las manadas de diferentes animales se agrupaban ofreciendo un gran oasis para cualquier tribu, y así fue, poseía las mejores pieles y carnes de una amplia región hasta que el cazador decidió regresar por más pero jamás se le volvió a ver, no se supo nada de él, ni del lugar exacto de dónde obtenía tan buenas presas.
Al convertirse en el cazador principal Itigiaq decidió que era tiempo de establecerse cerca del camino glaciar del norte, creía que la imagen del lobo era una señal de Amaguq, así que la tribu obedeció y en poco tiempo se asentaron en las abandonadas casas de Siku temiendo por la vida de sus niños, pues recordaron el trágico evento con los Ishigaq.
Tomó dos largas lanzas, un carcaj de flechas con su arco y su antiguo cuchillo de piedra, se cubrió con su piel de oso y los hombres se reunieron a su alrededor
—¿Estás seguro de encontrar alguna señal de Amaguq en el camino glaciar? —Preguntó el más anciano—, es peligroso y no podemos esperarte por más de dos días, la manada de caribúes es pequeña y pronto partirá hacia el sur.
—No me esperen, en cuanto la manada avance ustedes la seguirán —sujetó con fuerza una de las lanzas—; yo los alcanzaré.
Los hombres despidieron al cazador con una inclinación de sus cabezas e Itigiaq entró en el camino estrecho. Mientras avanzaba su piel se erizó, ese lugar le provocaba escalofríos y más al recordar a esos horribles Ishigaq.
En poco tiempo llegó a la explanada y se detuvo al observar el preciso lugar del ataque, pero ahora no había bloques delgados sobre las paredes que mostraban en su interior un paisaje verde; nada, todo el lugar seguía intacto y el color blanco lo cubría por completo. De pronto observó un movimiento cerca del camino que continuaba por delante de él, entre los troncos gruesos de los pinos, tomó su arco y preparó una flecha, avanzó con cautela y observó a un hermoso y gallardo caribú, en todas sus cacerías jamás había visto a semejante animal.
El caribú corrió perdiéndose de su vista e Itigiaq lo siguió adentrándose en las tierras extrañas, las paredes de hielo se elevaban cada vez más y el pasaje se oscureció por la falta de luz pero el cazador no disminuyó su paso, continuó por mucho tiempo hasta que el camino se abrió terminando en un magnifico bosque.
Una capa densa de pinos se extendía por varios kilómetros, al final, sobre el horizonte, un gran lago de aguas claras se mezclaba con el azul del cielo, y entre ellos, una discreta extensión de hierba abrigaba a una manada de cientos de caribúes. Extasiado ante el paisaje caminó entre los pinos y helechos pero unos dulces cantos lo sorprendieron, duendes mucho más pequeños que los Ishigaq, de piel verde y prendas azules cantaban y jugaban sobre las hojas de las pequeñas plantas. Temeroso de cualquier extraña criatura preparó su lanza y su cuchillo pero ellos lo ignoraban como si siempre hubiera sido parte de ese bosque.
Oculto entre los troncos observó la manada que pastaba con tranquilidad en la amplia extensión verde, agudizó su oído y el canto se prolongaba en todo el bosque. A su lado, un par de duendecillos jugueteaba empujándose uno a otro.
—¡Bienvenido a nuestras tierras!
Brincó al escuchar esas palabras, giró detrás de él y no había nadie, enfocó su mirada a esos diminutos duendes y estos sonreían.
—¿Cómo es posible que sea el primer Inuit que visite este bosque? —preguntó en voz alta.
—No eres ni el primero ni el último. —mencionó uno de los duendecillos.
—Observa bien humano —contestó el otro—, todos tenemos alimento en abundancia, las ballenas, las focas, los caribúes, nosotros, ustedes y los Tuniq. —y sin más que decir continuaron jugueteando y cantando.
Deseaba preguntar por el último nombre que habían mencionado pero el movimiento brusco de la manada llamó su atención, los caribúes corrieron adentrándose entre el bosque y el canto se detuvo de golpe, el par de duendecillos se pusieron de pie y de un rápido movimiento se escondieron entre unas pequeñas rocas.
Caminó con cuidado y se agazapó entre la maleza, avanzó unos pasos y se acercó a una gran roca. Cientos de esqueletos humanos yacían a su lado, pedazos de huesos y cráneos permanecían a lo largo de la hierba, varios abrigos de piel de oso, flechas, lanzas y cuchillos cubrían parte de esos cadáveres. El suelo se cimbró bajo sus pies y preparó su arco para defenderse, el miedo se apoderó de su cuerpo y no se movió.
Un gigante salió de entre los pinos empujándolos hacia los lados como si no significaran nada para él, caminó sobre la hierba y se detuvo mientras levantaba su cabeza para aspirar el aire que acariciaba su rostro.
Una piel negra y lisa cubría su cintura hasta sus rodillas, probablemente pertenecía a una ballena, pensó el cazador; un vello delgado y oscuro brotaba de su piel protegiendo la parte superior de su cuerpo y dos grandes cuernos se levantaban sobre su cabeza; su quijada prominente mostraba dientes amarillos que no alcanzaban a esconderse entre sus labios.
Olfateó una vez más y observó la roca en donde Itigiaq permanecía escondido. Sin dudarlo, el cazador retrocedió y un olor putrefacto golpeó su espalda acompañado por un gruñido, otro gigante se encontraba a sus espaldas. Estiró su enorme brazo para sujetarlo pero el cazador levantó su lanza, el dolor lo obligó a retroceder y entonces el hombre corrió hacia la llanura para intentar alcanzar los gruesos pinos y ocultarse entre ellos.
El primer gigante que él había visto le bloqueó el camino y el segundo se detuvo a un lado, Itigiaq recordó las palabras de su abuelo, nosotros somos más sabios e inteligentes que cualquier otra criatura.
— ¿Qué es lo que quieren? —preguntó con temor en su voz.
—Tengo hambre, te comeré. —contestaron los dos gigantes al mismo tiempo.
— ¿Quiénes son?
—Soy un Tuniq y tengo hambre. —contestaron de nueva cuenta al mismo tiempo y entonces el cazador comprendió las palabras del duendecillo, él también era parte del alimento.
—Pero solo soy un cazador y mi carne no será suficiente para alimentar a dos Tuniq ¿Cuál de los dos me comerá?
Los dos gigantes permanecieron en silencio y se observaron con recelo entre ellos. De pronto, ambos se sujetaron con fuerza y se golpearon con sus enormes brazos, en cada golpe los pinos y el suelo temblaban ante su fuerza e Itigiaq intentó alcanzar los troncos pero le fue imposible, las vibraciones de la pelea evitaba que avanzara para protegerse.
Uno de los gigantes levantó al otro y lo arrojó hacia el suelo, fue tal el impacto que la tierra se desprendió y el cazador se tumbó sobre la hierba.
Ambos gigantes se arrojaban, golpeaban, mordían y se levantaban para continuar peleando, y en cada golpe la tierra con pinos, hierba y rocas se hundía unas veces y en otras se levantaba.
El sol se ocultó, la luna avanzó en el firmamento y el suelo no cesó de moverse. Antes de que el sol despuntara nuevamente, ambos gigantes ya extenuados de semejante batalla se golpearon con sus últimas fuerzas. Los dos permanecieron recostados sobre la hierba, incapaces de levantarse; Itigiaq aprovechó el momento y disparó una flecha en el corazón de un gigante acabando con su vida; tomó otra flecha y la clavó en el segundo Tuniq y ambos sucumbieron ante la inteligencia y sagacidad del cazador Inuit.
Cuando el sol iluminó el verde bosque Itigiaq observó los estragos de la contienda entre los gigantes, con cada golpe la tierra se estremeció y cambió de forma, ahora un valle surcaba al viejo bosque y suaves colinas conducían hacia el gran lago.
Volvió a escuchar los cantos de los duendecillos y la manada regresó al claro, señal de tranquilidad en ese hermoso lugar.
Tomó la vida de dos bellos caribúes como prueba de la visita a ese bosque y memorizó el paisaje para relatar su historia, aunque no deseaba que nadie más encontrara ese lugar por temor a que el cazador se convirtiera en la presa.
Contaría la historia de la formación de las montañas y de los valles gracias a la batalla de dos Tuniqs por un pedazo de carne, él.
Fuente
Enviado por Emilio Díaz a http://elblogdeatreyo.blogspot.com
Emilio Arturo Cabrera Díaz, es un apasionado por las culturas prehispánicas y leyendas de distintas geografías.
Actualmente se encuentra en las últimas revisiones de su primera obra: "La Leyenda Maya de K'uh" que será publicada bajo el sello de Editorial Atreyo.