La búsqueda de un paraíso terrenal provocó largos viajes.
Los guaraníes creían en una Tierra Sin Mal, especie de un paraíso terrenal adonde se podía entrar sin morir. Allí los cultivos crecen solos, decían, la miel y la carne son abundantes, no hay enfermedades ni muerte, y todos viven con felicidad.
Cada tanto, algún karaí afirmaba haber recibido en sueños revelación de donde se ubicaba ese anciano lugar y como llegar hasta él. Con sus discursos elocuentes, arengaba a todos para que abandonaran aldeas y cultivos, y siguieron el camino que le había sido indicado.
Muchos de estos éxodos eran penosos y trágicos. Los peregrinos debían avanzar por zonas boscosas y ríos desconocidos, rodear saltos de agua, improvisar puentes con troncos y lianas, enfrentar a grupos enemigos y padecer enfermedades.
Para llegar a La Tierra Sin Mal era necesario tener perseverancia, coraje y fuerza espiritual. Esta última se renovaba cada noche, cuando el karakí precedía danzas especiales vinculadas con los mitos y con la esperanza de una nueva tierra. La música, los cantos religiosos, las oraciones y los bailes buscaban aligerar los cuerpos y liberar a los hombres de sus imperfecciones, elevándolos y facilitándoles el camino. Ante un fracaso, volvían a partir con nuevo rumbo, siempre dirigido por su profeta.
Españoles y portugueses trajeron nuevos males a la tierra guaraní, y dieron mayor impulso a la búsqueda de La Tierra Sin Mal, fuera del alcance de los conquistadores.
La historia mas dramática fue la de un grupo de 12.000 Tupí-guaraní, quienes en 1.539 partieron desde la costa de Pernambuco, en Brasil; 10 años más tarde, 300 sobrevivientes llegaron a los Andes peruanos, después de atravesar toda el Amazona.
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