Era por el tiempo en que habían llegado a estas tierras los conquistadores blancos.
Las jornadas siguientes a la hecatombe de Cajamarca fueron crueles y sangrientas.
Las ciudades fueron destruidas, los cultivos abandonados, los templos profanados e incendiados, los tesoros sagrados y reales arrebatados. Y, por todas partes en los llanos y en las montañas los desdichados indios fugitivos, sin hogar, llorando la muerte de sus padres, de sus hijos o de sus hermanos. La raza, señora y dueña de tan feraces tierras yacía en la miseria, en el dolor.
El inhumano conquistador, cubierto de hierro y lanzando rayos mortales de sus armas de fuego y cabalgando sobre briosos corceles, perseguía por las sendas y apachetas a sus espantadas victimas.
Los indios indefensos, sin amparo alguno, en vano invocaban a sus dioses.
Nadie, ni en el cielo ni en la tierra, tenía compasión de ellos.
Un viejo adivino llamado kjana-chuyma que estaba, por orden del inca, al servicio del templo de la isla del Sol, había logrado huir antes de la llegada de los blancos a las inmediaciones del lago, llevándose los tesoros sagrados del gran templo. Resuelto a impedir a todo trance que tales riquezas llegaran al poder de los ambiciosos conquistadores, había conseguido después de vencer muchas dificultades y peligros, en varios viajes, poner a salvo por lo menos momentáneamente; el tesoro en un lugar oculto de la orilla oriental del lago Titicaca.
Desde aquel sitio no cesaba de escudriñar diariamente todos los caminos y la superficie del lago para ver si se aproximaban las gentes de Pizarro.
Un día los vio llegar. Traían precisamente la dirección hacia donde él estaba. Rápidamente resolvió lo que debía hacer. Sin perder un instante, arrojo todas las riquezas en el sitio mas profundo de las aguas. Pero cuando llegaron junto a él los españoles, que ya tenían conocimiento de que kjana-chuyma se había traído consigo los tesoros del templo de la isla, con intención de sustraerlo al alcance de ellos, lo capturaron para arrancarle si fuera preciso por la fuerza el ansiado secreto.
Kjana-chuyma se negó desde el principio a decir una palabra de lo que los blancos le preguntaban. Sufrió con entereza heroica los terribles tormentos a que lo sometieron.
Azotes, heridas, quemaduras, todo, todo soporto el viejo adivino sin revelar nada de cuanto había hecho con el tesoro.
Al fin los verdugos, cansados de atormentarle inútilmente, le abandonaron en estado agónico para in por su cuenta a escudriñar por todas partes.
Esa noche, el desdichado kjana-chuyma, entre la fiebre de su dolorosa agonía, soñó que el Sol, Dios resplandeciente, aparecía por detrás de la montaña próxima y le decía:
-Hijo mío, tu abnegación en el sagrado deber que te has impuesto voluntariamente, de resguardar mis objetos sagrados, merece una recompensa. Pide lo que desees, que estoy dispuesto a concedértelo.
-¡Oh!, Dios amado – respondió el viejo- ¿Qué otra cosa puedo yo pedirte en esta hora de duelo y de derrota, sino la redención de mi raza y el aniquilamiento de nuestros infames invasores?
-Hijo desdichado-le contesto el Sol- Lo que me pides, es ya imposible. Mi poder ya nada puede contra esos intrusos; su dios es más poderoso que yo. Me ha quitado mi dominio y por eso, también yo como nosotros debo huir a refugiarme en el Misterio del tiempo. Pues bien, antes de irme para siempre, quiero concederte algo que esté aún dentro de mis facultades.
-Dios mío,- repuso el viejo con pena- si tan poco poder ya tienes, debo pensar con sumo cuidado en lo que voy a pedirte.
Un grupo de habitantes del imperio del Sol, escapando de los intrusos, embarcándose en pequeñas balsas de totora, atravesó el lago y fue a refugiarse en la orilla donde kjana-chuyma estaba luchando con la muerte.
Los indios acudieron a cuidarlo. Kjana-chuyma era uno de los yatiris más queridos en todo el imperio, por eso los indios, rodearon su lecho de agonía, llenos de tristeza, lamentando su próxima muerte.
El anciano, al ver en torno de si ese grupo de compatriotas desdichados, sentía mas honda pesadumbre e imaginaba los tiempos de dolor y amargura que el futuro guardaba a esos desventurados. Fue entonces que se acordó de la promesa del gran astro.
Resolvió pedirle una gracia, un bien durable, para dejarlo de herencia a los suyos; algo que no fuera ni oro ni riqueza; para que el blanco ambicioso no pudiera arrebatarles; en fin un consuelo secreto y eficaz para los incontables días de miseria y padecimientos.
Al llegar la noche, lleno de ansiedad en medio de la fiebre que le consumía, imploro al sol para que acudiera a oírle su última petición. A los pocos momentos un impulso misterioso lo levantó de su lecho y lo hizo salir de la choza.
Kjana-chuyma, dejándose llevar por la secreta fuerza que lo dirigía, subió por la pendiente arriba hasta la cumbre del cerro. En la cima notó que le rodeaba una gran claridad que hacia contraste con la noche fría y silenciosa.
De pronto una voz le dijo:
-Hijo mío. He oído tu plegaria. ¿Quieres dejar a tus tristes hermanos un lenitivo para sus dolores y un reconfortantes para las terribles fatigas que les guarda en su desampara?
-Si, si. Quiero que tengan algo con que resistir la esclavitud angustiosa que les aguarda. ¿Me la concederás?
-Bien,- respondió la voz- mira en torno tuyo ¿ves esas pequeñas plantas de hojas verdes y ovaladas? La he hecho brotar por ti y para tus hermanos. Ellas realizaran el milagro de adormecer penas y sostener fatigas. Serán el talismán inapreciable par los días amargos. Di a tus hermanos que, sin herir los tallos, arranquen las hojas y después de secarlas, las mastiquen. El jugo de esas plantas será el mejor narcótico para la inmensa pena de sus almas.
Kjana-chuyma, sintiendo que le quedaban pocos instantes de vida, reunió a sus compatriotas y les dijo:
-Hijos míos. Voy a morir, pero antes quiero anunciaros lo que el Inti, nuestro Dios, ha querido en su bondad concederos por intermedio mío: Subid al cerro próximo. Encontrareis unas plantitas de hojas ovaladas. Cuidadlas, cultivadlas con esmero. Con ellas tendréis alimento y consuelo. En las duras fatigas que os impongan el despotismo de vuestros amos, mascad esas hojas y tendréis nuevas fuerzas para el trabajo.
En esos desamparados e interminables viajes que les obligue el blanco, mascad esas hojas y el camino os hará breve y pasajero.
En los momentos en que vuestro espíritu melancólico quiera fingir un poco de alegría, esas hojas adormecerán vuestra pena y os dará la ilusión de creerlos felices.
Cuando queráis escudriñar algo de vuestro destino, un puñado de esas hojas lanzado al viento os dirá el secreto que anheláis conocer.
Y cuando el blanco quiera hacer lo mismo y se atreva a utilizar como vosotros esas hojas, le sucederá todo lo contrario. Su jugo, que para vosotros será la fuerza de la vida, para vuestros amos será vicio repugnante y degenerado: mientras que para vosotros los indios será un alimento casi espiritual, a ellos les causará la idiotez y la locura.
Cuidad que no se extinga y conservarla y propagadla entre los vuestros con veneración y amor. El viejo kjana-chuyma doblo su cabeza sobre el pecho y quedo sin vida.
Los desdichados indios gimieron por la muerte del venerable yatiri. Eligieron la cima del próximo cerro para darle sepultura.
Fue enterrado dentro de un cerco de las plantas verdes y misteriosas.
Recién en ese momento se acordaron de cuanto les había dicho al morir kjana-chuyma y recogiendo cada cual un puñado de las hojitas ovaladas se pusieron a masticarlas.
Entonces se realizo la maravilla.
A medida que tragaban el amargo jugo, notaron que su pena inmensa se adormecía lentamente…
Leyenda extraída del libro
"Leyendas de mi tierra" de Antonio Díaz Villamil
2 comentarios:
No sé lo que significa guay, por eso no lo marco, pero me parece más que interesante, creo maravilloso que aún se conserven y se divulguen.
Muchas gracias por eso
Cecilia Rojas (Chile)
Gracias a tí Cecilia.
Un beso
Georgina
Publicar un comentario