Mito de la región guaraní, representado por un animal cuyo pelo se asemeja a un poncho (ahó significa ropa en guaraní).
Es semejante a una oveja pero con grandes garras y de aspecto terrible que devora a los que encuentra en el monte.
La única salvación es subirse a una palmera, árbol sagrado que no se atreverá a profanar.
Si el perseguido se trepa a cualquier otro árbol, el Ahó - Ahó lo derribará cavando con sus potentes uñas, para devorarlo no bien caiga.
Ambrosetti sospecha que esta leyenda fue difundida por los padres jesuitas en las misiones del Alto Paraná, para evitar que los guaraníes se alejaran de las reducciones, por temor a que desertaran, se perdieran en el monte o fueran victimados por los tigres o los indios no reducidos, que siempre merodeaban por los alrededores.
Sin embargo bien puede darse el caso contrario, los guaraniés a fin de preservar su espacio, hayan rescatado una antigua leyenda propia y agregado algunos elementos culturales de los jesuitas.
En Paraguay, más que a una gran oveja, se lo asemeja a un oso.
Bibliografía.
Adolfo Colombres: Seres sobrenaturales de la cultura popular argentina, con dibujos de Ricardo Deambrosi. Edic. Del Sol, Bs. As., 1999.
Cuando Akitá y Mondorí se casaron, ocuparon una cabaña construida con varios horcones clavados en la tierra y cubiertos con ramas y con hojas de palmera.
La nueva oga mí estaba en plena selva misionera.
Cerca, el gran Paraná pasaba impetuoso formando pequeños saltos en las piedras que encontraba al paso.
Al morir la madre de Akitá, su padre, que quedara solo, les pidió albergue en su cabaña y, como buenos hijos, recibieron con cariño al pobre tuyá a quien la edad y las enfermedades habían restado energías y capacidad para trabajar. A pesar de ello él trataba de no ser una carga para sus hijos, a los que ayudaba en lo que le era posible.
Para entonces ya había nacido Sagua-á, que al presente contaba ocho años.
Una de las tareas del abuelo, y que por cierto cumplía con sumo agrado, era atender al pequeño mientras sus padres, por su trabajo, se veían obligados a alejarse de la cabaña.
Grandes compañeros eran el abuelo y el nieto.
Jugando, aquél le enseñaba a manejar el arco y la flecha y nada había que distrajera más al niño que ir con él a pescar a la costa del río.
Cuando sus padres volvían, era su mayor orgullo mostrarles el surubí, el pirayú, el pacú o el patí que habían conseguido y que muchas veces ya se estaba asando en un asador de madera dura.
Otras veces, era una vasija repleta de miel de lechiguana que lograran en el bosque no sin grandes esfuerzos.
Para el pobre tuyá no había más deseos que los de su nieto y, aunque a costa de grandes sacrificios, muchas veces, su mayor felicidad era complacerlo.
Valido de tanta condescendencia, el niño era un pequeño tirano que no admitía peros ni réplicas a sus exigencias.
Sólo en presencia de sus padres que, compadecidos de la incapacidad del abuelo, restringían sus pretensiones, Sagua-á se reprimía.
A medida que el tiempo transcurría, las fuerzas fueron abandonando al pobre viejo que ya no podía llegar hasta la orilla acompañando a pescar a su nieto, ni hasta el bosque a recoger dulces frutos o miel silvestre.
Pasaba la mayor parte de su tiempo sentado junto a la cabaña, haciendo algún trabajo que su poca vista le permitía: tejiendo cestos de fibras vegetales o puliendo madera dura que transformaba en flechas o en anzuelos para su nieto.
Sagua-á correteaba sin cesar, alejándose de la oga mí con cualquier pretexto y dejando solo y librado a sus pocas fuerzas al abuelo, que nada decía por no contrariar al niño ni privarlo de sus diversiones.
Cuando los padres regresaban, encontraban siempre a su hijo junto al abuelo, de modo que, confiados en que el niño no se movía de su lado, dejaban tranquilos la cabaña para cumplir su trabajo en el algodonal.
El anciano, por su parte, jamás había dicho una palabra que pudiera delatar al cuminí, ni intranquilizar a sus hijos.
Pero sucedió que un día, Sagua-á se detuvo más que de costumbre en sus correrías por el bosque con otros niños de su edad y al llegar Akitá y su tembirecó Mondorí a la cabaña, hallaron al abuelo que no había probado alimento por no haber tenido quien se lo alcanzara.
Sus piernas ya no le respondían y era incapaz de moverse sin la ayuda de otra persona.
Indignado Akitá quiso conocer el comportamiento de su hijo en días anteriores, haciendo preguntas al abuelo; pero éste, pensando siempre en el nieto con benevolencia y cariño, contestó con evasivas, evitando acusarlo y encontrando en cambio disculpas que justificaron su alejamiento.
Cuando Sagua-á llegó corriendo y sofocado, tratando de adelantarse al arribo de sus padres, Akitá lo reprendió duramente, enrostrándole su mal proceder, su falta de piedad y de agradecimiento hacia el pobre abuelo que tanto le quería y que no había hecho otra cosa que complacerlo siempre.
Sagua-á nada respondió. Bajó la cabeza y su rostro adquirió una expresión de ira contenida. En su interior no daba la razón a su padre sino que, por el contrario, juzgaba injusto su proceder.
¿Por qué él, sano y fuerte, que podía correr por el bosque, trepar a los árboles, recoger frutos y miel silvestre, o llegar a la costa, echar el anzuelo y pescar apetitosos peces, debía quedarse allí, quieto, junto a una persona inmóvil?
¿Acaso al abuelo, cuando podía caminar, no le gustaba acompañarlo en sus excursiones?
¿Qué culpa tenía él, ahora, de que no pudiera hacerlo?
Y en último caso, si no podía caminar, que se quedara el abuelo en la cabaña, que él, por su parte, nada podía remediar quedándose también.
El tirano egoísta había aparecido en estas reflexiones, que si bien no exteriorizó con palabras, lo decían bien a las claras su ceño fruncido y su expresión airada que en ningún momento trató de disimular.
Desde entonces, varios días se quedó la madre en la cabaña. El padre iba solo a trabajar.
El abuelo se había agravado y ya no podía abandonar el lecho de ramas y de hojas de palma.
Era necesario atenderlo y alcanzarle los alimentos, pues él era incapaz de moverse por su voluntad.
Ese día muy temprano, cuando las estrellas aun brillaban en el cielo, Akitá salió a trabajar. Su tembirecó iría algo más tarde pues era imprescindible su ayuda ese día. Sagua-á quedaría cuidando al abuelo.
Cuando despuntaba la aurora, Mondorí consideró que era hora de salir. Antes de hacerlo, despertó a su hijo que dormía profundamente.
El niño se despertó de mala gana, refregándose los ojos con el dorso de sus manos. Malhumorado al tener que dejar el lecho tan temprano, respondió irritado al llamado de la madre:
-¡Qué quieres! ¿No puedes dejarme dormir?
-No seas egoísta, Sagua-á. Tu abuelo no puede quedar solo y además es necesario atenderlo. Su enfermedad le impide moverse por su voluntad y es justo que se lo cuide. Tu padre y yo debemos trabajar y tú tienes la obligación de dedicarte al pobre abuelo enfermo.
-¿Por qué tengo que atenderlo? -insistió iracundo-.
¡Yo había decidido ir al río a pescar y por culpa de él debo quedarme acá como si estuviera prisionero!
¡Ya he preparado la igá y yo iré a pescar!
¡El abuelo no necesita nada!
-¡No seas malo, Sagua-á! Recuerda que tu abuelo fue siempre muy bueno contigo y que sólo bondades y mimos has recibido de él. Ahora te necesita, ¡es justo que le dediques tu atención! ¡Te prohíbo que te muevas de casa! ¡Ya irás a pescar cuando hayamos vuelto tu padre y yo!
-¿Exiges que me quede? Muy bien... ¡me quedaré!
¡Pero te aseguro que no me obligarán a hacerlo otra vez! -concluyó amenazante el desesperado Sagua-á.
Triste se fue Mondorí al reconocer los sentimientos mezquinos que dominaban a su hijo.
Mientras iba caminando, pensó en Sagua-á cuando era pequeñito y recordó la bondad que albergaba entonces su corazón...
Con su manecita tierna acariciaba a los animalitos que se acercaban a la cabaña en busca de alimento y a los que era capaz de dar lo que él estaba comiendo...
Y no olvidaba el día cuando, entre dos de sus deditos traía una florecilla silvestre cortada por él mismo que le entregó mirándola con expresión tan alegre y orgullosa como si le hubiera dado un tesoro...
¡Cómo había cambiado su hijo!
¡Qué malos sentimientos se habían apoderado de su alma!
¿Cuál sería la causa de este cambio?
Temió la madre por él. Tupá, el Dios que premiaba a los buenos, no dejaba sin castigo a los malos.
¿Qué tendría reservado para Sagua-á?
Dominada por tan tristes pensamientos hizo el camino hasta la plantación de algodón, donde su marido ya estaba trabajando desde tan temprano, y lamentó que la inminencia de la recolección no le hubiera permitido quedarse junto al abuelo enfermo.
No tenía confianza en que Sagua-á le prestara la atención necesaria.
Mientras tanto, allá, en la cabaña de la selva misionera, su triste presentimiento se cumplía.
Sagua-á obedeció a su madre: no se movió de la casa; pero se dedicó a arreglar sus útiles de pesca y a preparar los elementos que utilizaría al día siguiente cuando pudiera ir al río como él deseaba.
Del pobre abuelo ni se acordó siquiera.
En cierto momento oyó que lo llamaba con voz débil y entrecortada:
-¡Sagua-á...!
¡Sa... gua...á...!
Malhumorado el niño al verse molestado e interrumpido en su ocupación de mala gana respondió:
-¿Qué quieres? ¡Ya voy!
Pero ni se movió.
El anciano, mientras tanto, se debatía en su lecho con un desasosiego que crecía por momentos.
Sagua-á oyó que lo volvía a llamar:
-¡Ven... Sa...gua...á...!
¡Ven... por... favor...!
Acudió por fin el niño de mala gana.
Cuando estuvo junto al inimbé donde yacía el enfermo, airado volvió a preguntar:
-¿Qué quieres?
-¡Alcánzame un poco de agua...!
-¿Tu vida se apaga?
¿Se apaga como un cachimbo?
-y continuó riendo divertido por la gracia que le habían hecho sus propias palabras.
-Sí... mi vida se apaga... como un pito güé...
Alcánzame un poco de agua...
Hazme ese favor...
Pero el desalmado, sólo pensaba en reír y repetía sin cesar:
-Pito güé... Pito güé...
El viejo, mientras tanto, llegados sus últimos momentos, con los labios resecos, vencido por una sed abrasadora, expiró.
Al mismo tiempo el niño, que asistía impasible a la escena, continuaba repitiendo las palabras que le habían hecho tanta gracia:
-Pito güé... Pito güé...
Nada le hizo pensar en la transformación que se producía en esos momentos en él.
Su cuerpo se achicaba, se achicaba más y más, cubriéndose de plumas de color pardo. Su cabeza, ya pequeñita, se alargaba y su boca se transformaba en un pico con el que hallaba cierta dificultad para seguir gritando:
-Pito güé... Pito güé...
Momentos después, en la cabaña, sobre su lecho de palma yacía exánime el anciano, mientras en un rincón, junto a la ventana, un pájaro de lomo pardo y pecho amarillo, que tenía una mancha blanca en la cabeza, no cesaba de repetir:
-Pito güé... Pito güé...
Era Sagua-á, que, castigado por su egoísmo y su mal proceder, fue transformado en ave por uno de los genios buenos que enviaba Tupá a la tierra. Ellos eran los encargados de premiar a los buenos y dar, a los malos, su merecido.
Cuando Akitá y Mondoví volvieron, encontraron al anciano muerto en su inimbé.
En el momento de entrar, un pájaro de plumaje pardo y amarillo voló pesadamente, saliendo de la habitación por la abertura de la puerta.
Una vez en el exterior, parado en una rama del jacarandá que crecía junto a la cabaña, no dejaba de gritar con tono lastimero:
-Pi...to güé... Pi...to güé... Pi...to güé...
Este, decían los guaraníes, había sido el origen de nuestro benteveo, al que ellos llamaban pito güé, imitando su grito, en el que creían ver reproducidas las palabras que causaran tanta gracia al pequeño egoísta cuando las oyó de labios del abuelo moribundo.
Referencias
El benteveo es un pájaro americano de treinta centímetros de longitud más o menos.
Tiene el lomo y la cola de color pardo verdoso; la cabeza negra con dos listas blancas, que, partiendo del pico, adornan ambos lados de la cara; la garganta y parte del pecho son blancos; el resto de este último y el abdomen ostentan un color amarillo vivo, color que luce también en el copete, que termina en negro.
El pico, de color negro, lo mismo que las patas, es tan largo como la cabeza, terminando en un gancho bien pronunciado.
Las alas, alargadas, llegan hasta la mitad de la cola, que es, asimismo, alargada y además cuadrada.
Aunque se alimenta también de lombrices y de otros gusanos, es animal insectívoro, causa por la cual difícilmente puede vivir en cautividad.
Prefiere atrapar los insectos al vuelo, o bien de las ramas y de las hojas.
Construye su nido, grande, en forma esférica, con lanas, ramitas y pajas en horquetas o en las ramas de los árboles, colocándole la entrada al costado. Pone huevos de color amarillento con manchas parduscas.
Vive en lugares donde hay arboleda, generalmente cerca de poblaciones.
Su vuelo es recio, alcanzando mayores alturas que otros pájaros.
Es muy valiente, capaz de hacer frente a algunas aves rapaces, de las que se defiende con valor y a las que obliga a alejarse de las cercanías de su nido, favoreciendo así a otras aves indefensas y hasta a las aves de corral.
Su grito agudo y prolongado, en el que algunos creen oír: benteveo, otros pitogüé, o bichofeo, pitaguá, quetubí, pitojuán y otros, es el que da origen al nombre que lleva y que varía según las diferentes regiones que habita.
En Argentina vive desde Buenos Aires, San Luis y Mendoza hasta el límite norte, de Jujuy a Misiones.
En algunos lugares se tiene la creencia que cuando el benteveo grita al mediodía, junto a una casa, avisa la llegada de gente inesperada: parientes, amigos o personas extrañas.
En otras partes atribuyen su grito cerca de una casa a un anuncio de nacimiento.
Fuegos fatuos a los que el indígena considera manifestaciones de ultratumba.
Cuando en el camino aparece uno de estos fuegos, el mismo deja de ser transitado por largo tiempo.
Los criollos por lo general, los llaman: LUZ MALA, FAROL DE MANDINGA o FAROL DEL DIABLO, son reales y obedecerían a varios fenómenos naturales: pueden ser emanaciones de metano, comunes en terrenos pantanosos, otras veces, producidos por gases de la descomposición de sustancias orgánicas, sobre todo grasas, enterradas muy cerca de la superficie y también por la fosforescencia de las sales de calcio componentes de esqueletos de animales esparcidos en el campo (osamentas).
En los dos primeros casos la luminosidad es tenue e intermitente oscilando o trasladándose de un punto a otro, impulsadas por la mas leve brisa, en el caso de la fosforescencia de las "osamentas" pese a estar fija, concurren varios factores, como el agotamiento visual, el miedo, la falta de puntos de referencia en la oscuridad y la imaginación que hacen que el observador las vea moverse.
Esos movimientos, virtuales o reales, hacen que las "Luces Malas" sean temidas también por que imaginan ver en ella el alma de algún difunto que no ha purgado sus penas y que, por ello, sigue de esa forma en la tierra manifestando a su vez su deseo de vincularse a un alma viva para que le sirva de compañía.
Estas almas andan errantes porque sus pecados no le permiten entrar al cielo, pero tampoco son tan graves como para merecer el infierno.
Según la superstición, buscan esta compañía hasta que algún familiar realice algún acto que las redima. Para liberarse de la LUZ MALA el paisano reza y luego muerde la vaina de su cuchillo, ya que el arma blanca es la única defensa posible.
AILEN MULELO significa "Brasa ardiente que anda o camina"; pues AILLIÑ es brasa y AMULEN es andar, deambular, caminar.
La Laguna del Rosario hierve levantando grandes olas y arroja piedras en siniestros remolinos.
Los pobladores de esa región huyen despavoridos.
¡Tuve que hacerlo, Padre Sol!
La melodiosa voz femenina une la determinación de la queja.
La vertiente se va secando bajo la mirada implacable del Sol.
-Está bien, está bien. De alguna forma tienen que aprender los hombres. Ahora sabrán en esas tierras que hay que cuidar lo sagrado, que vos Madrecita del Agua, sos sagrada, imprescindible.
El ceño fruncido del Sol contrasta con su actitud consoladora.
La Madre del Agua ahoga un sollozo, y empieza a peinar sus rubios y largos cabellos.
El Sol lamenta la altanería y la estupidez de los vecinos de las Lagunas del Rosario, que le habían robado el peine de oro y el rosario mientras cantaba bajo la higuera en el hueco de piedra a la orilla del remanso que ahora es un ojo de agua seco.
Sin nosotros, Padre, nada sería posible. Pero no lo entienden y nos desafían- exclama la Sirena- y esto del Rosario fue por la codicia de mi peine y mi rosario de oro pero son peores los que envenenan a mansalva y matan a mis peces y hacen que nadie pueda beber...
–Es verdad, es verdad. Pero no se quedarán sin castigo.
La Madre del Agua invoca con una sonrisa diabólica las calles como ríos sucios en las ciudades.
-Tienen que aprender que no se juega con la vida -ruge inflamándose el Padre Sol y un verano intenso se hace en todo el planeta.
La misma Madre transpira a mares y sus piernas de pez se resecan.
-Padrecito, por favor -urge casi friéndose. -Sí, sí -se calma-.
Ellos han creado al monstruo que los destruirá, un monstruo que no sé si podrán detener.
El Sol enfoca su mirada implacable sobre la Tierra que sufre.Escucha el lamento musical de las Madres del Agua y una sombra de preocupación se le instala en el cuerpo como intenso agujero negro.
-¿No se dan cuenta de que cada cosa que existe tiene su razón de ser, que cada vacío ha de cubrirse, que lo que da vida puede matar, que lo que hoy es exceso se transformará en escasez en el futuro?
Hacia el norte de la provincia de Santa Fe hay una región en la cual en una época del año escasean las lluvias, produciéndose grandes sequías, principalmente en la Provincia de Santiago del Estero.
Hace mucho tiempo en ese lugar se levantaba una toldería de indios, cuyo cacique tenía una hija muy dulce y tierna. Sisa se llamaba y parecía ser como todas las jóvenes del lugar, pero tenía una particularidad: demostraba una marcada predilección por el color amarillo. Siempre se la veía vestida con túnicas de ese color, se adornaba con plumas de ñandú teñidas, flores de retama y collares de cuentas amarillas.
Por lo general le gustaba quedarse en su choza tejiendo e hilando y salía sólo de tarde en tarde. Entonces recorría toda la región que pertenecía a su padre.
Aprovechaba este paseo para observar las plantas, por las que tenía gran admiración. Decía que también sentían cuando se las tocaba y escuchaban cuando se les hablaba; por eso a menudo la veían conversar con ellas mientras les removía la tierra endurecida o podaba sus ramas enfermas y secas. Otras veces preparaba mezclas de yuyos y rociaba sus ramas. Aunque a la gente le costaba creer en los efectos de ese tipo de cuidado, comprobaban con sorpresa que las plantas crecían con mayor fuerza.
Sin embargo habían observado algo más importante en Sisa: cada vez que salía de paseo, al día siguiente caía una copiosa lluvia y todos estuvieron convencidos, que gracias a un poder sobrenatural Sisa provocaba la lluvia y todos sintieron un profundo respeto por la hija del cacique.
No era raro entonces, que en épocas en que escaseaba el agua, todos solicitaron su ayuda, pidiéndole que realizara uno de sus benéficos paseos. Nadie dudaba que al otro día el cielo les enviara la lluvia tan esperada.
Así pasaba el tiempo. La vida transcurría tranquila en la tribu hasta que corrió la voz que Sisa había enfermado. Un mal desconocido la aquejaba y se sentía tan débil que permanecía constantemente postrada en su lecho. Las curanderas más famosas de la tribu fueron consultadas, no hubo remedio que no se le diera, pero el mal no quería ceder. La gente toda ofrecía sacrificios a los dioses, pero nada lograba devolver la salud a Sisa quien empeoraba día a día.
Mientras tanto una gran sequía comenzó a inquietar a todos; las nubes cargadas de agua no se acordaban de aquella región y seguían su camino hacia otros lugares.
El tiempo pasaba; la tierra reseca empezó a levantarse en turbias polvaredas por el viento y el aire se hizo cada vez más irrespirable. Los árboles y las plantas se marchitaban; los animales buscaban ansiosos una gota de agua donde saciar su sed, pero el río se iba secando poco a poco.
La tribu entera pensaba en Sisa, pero, la joven nada podía hacer; sus fuerzas eran cada vez más débiles y su vida se fue apagando sin remedio.
Un día el viento comenzó a soplar con mayor intensidad y el aire caliente se hizo sofocante. Entonces la vida de Sisa se extinguió para siempre.
La desesperación se apoderó de la tribu y como última esperanza invocaron a PachaMama, pidiendo que les devolviera su alma. Todo fue inútil y se sintieron abandonados por los dioses, creyendo que la tranquilidad y la felicidad ya no reinarían más en aquel lugar. Miraron a su alrededor como buscando algo que los aliviara de esa triste situación; la sequía había hecho grandes estragos y los campos se veían tristes y desolados.
Entonces les llamó la atención la aparición de un árbol cubierto de delicadas campanillas amarillas, fresco y lozano como si la sequía no se hubiera percatado de su existencia.
Todos intuyeron que esa planta era regalo de Sisa y una tenue esperanza alivió sus corazones. Al día siguiente cuando el cielo se cubrió de negros nubarrones y se desencadenó la lluvia, nadie dudó que la joven no se olvidara de su gente.
Desde entonces y hasta ahora Sisa está permanentemente presente entre ellos en esa extraña planta; cada vez que va a llover se asoma por las ramas en forma de flores amarillas, sin tener en cuenta la estación que en ese momento reina en la tierra.
La gente llamó a esa planta huiñaj, y aún sigue floreciendo para anunciar la lluvia.
Cuando visites Santiago del Estero, la podrás ver en la plaza principal Libertad, casi en la esquina Avellaneda e Independencia.