Cuando Nguenechén hizo el mundo con su gente y animales, se dijo:
"Hay muchos secretos que el hombre no debe aprender para no desordenar su vida. El conocimiento de su fin, de su exterminio sería terrible. Pero entre los animales, a los que voy a dar el habla, pondré el caballo y el perro (Trewa). Sólo a ellos confiaré mi secreto, ya que les daré otro lenguaje como para que nadie los entienda jamás."
Así fue que el caballo y el perro conocían los secretos designios del dios y veían muchas cosas tristes, especialmente de noche. De sus ojos brotaban así muchas lágrimas, y a la mañana siguiente aparecían por ello cubiertos de lagañas.
Un indio muy sabio y anciano, llamado Leuque-Leuque hacía tiempo que venia observando todo.
Tenía muchos caballos y perros, y se le ocurrió que alguno de ellos podría hablar y revelarle secretos que su alma presentía.
Así fue que una noche de luna clara que salió cabalgando en su caballo blanco y acompañado de su perro negro, le dijo a éste: "Dime, no es cierto que por las mañanas tienes lagañas en los ojos porque durante la noche ves espíritus de seres, almas de los difuntos? Porque no creo que sea de haragán que ello te ocurra, y te aseguro que muchos deseos tendría yo de ver a mis antepasados y hacerles no pocas preguntas. Habla, pues, mi querido Trewa "Pero el animal no contestó, sino que se escondió detrás del caballo blanco.
Entonces el indio, comprendiendo que no quería hablarle, se dirigió a su caballo en los mismos términos agregándole: "Iníciame en estos misterios que yo te prometo guardar el secreto. Jamás alma viviente escuchará lo que tú me confíes."
Y ya desesperado concluyó. "Habla, o te mato, pues para ello soy tu amo. El caballo blanco se asustó, y muy triste dijo:
"Nosotros los caballos y los Trewas negros tenemos la gracia de que hablas. La recibimos como gran secreto de Nguenechén, quien confió más en nosotros que en los humanos, pues no sabéis guardar los secretos, y podríais llenar el alma de vuestros enemigos de terror anunciándoles con seguridad su próxima muerte. Nuestras lagañas, Óyelo bien, no las produce la haraganería, sino que las produce la irritación de nuestros ojos, ya que lloramos al ver las almas de tantos seres conocidos. En el mundo de abajo hay poca luz y es muy triste, ya que deben buscar ellas penosamente su alimento en medio de oscuras humaredas que produce la quemazón de leña verde... Y me apena pensar que debo acompañarte a ese mundo de dolor y que mi fin no estará muy lejos"
Mucho se asustó el buen indio, y con voz trémula le dijo:
"Dime cuánto tiempo quedaré aún con vida, y yo para agradecerte, buscaré otro acompañante, pues espero que así podrás vivir mucho más teniendo yo otro caballo. Pero, por favor dime cómo haré para divisar tantas cosas sagradas."
Y el caballo contestó: "úntate algo de mis lagañas o de las de Trewa sobre tus ojos, y vas a ver lo que vive alrededor tuyo lo que dejó de vivir y lo que ha de vivir. Yo, por desgracia, he visto demasiado, y paso a ti mi don de Nguenechén."
Entonces el indio se untó sus ojos con las lagañas del caballo blanco y enseguida fue vidente. Veía los espectros las almas de sus queridos difuntos bajo el aspecto de animales y formas diferentes, especialmente de aves y animales feroces.
Espantoso le parecía el mundo de abajo con sus pobres inhabitantes, y hasta padecía por los acompañantes, los caballos y los perros de los que iban adelantados a él, vivo todavía. Los caballos tenían de todos los colores, pero uno de ellos tenia siete y era allí el Dios. Todos sufrían y se quejaban, ansiando volver al mundo de los humanos, o al menos como los nobles y los guerreros en las nubes, luchando y combatiendo siempre.
Leuque-Leuque, el araucano se impresionó tanto que no podía dormir más.
En todas partes, donde otros no veían mas que piedras, agua, animales u otras cosas, divisaba él almas en pena, errantes, casi siempre tristes, buscando sus seres queridos, para hacerse ver y querer.
¡Qué aflicción para el pobre corazón del indio!
Ahora todo le daba miedo; por donde miraba veía los ya muertos como seres vivos que se acercaban a el, que le hacían cariños y le hacían llorar en vez de dormir, llenando sus ojos de lágrimas ardientes que se secaban y pegaban a los bordes de sus párpados, a tal punto que los integrantes de la tribu decían:
"Leuque-Leu que se pone lagañoso y ya no se levanta para cabalgar en su caballo blanco." Al fin murió el anciano, y se le daba como acompañante otro caballo, destinado por él de antemano para el viaje, como también otro querido perro negro, que era el guía y que tenia que defenderlo cuando cruzara el gran lago para la Isla de los Difuntos, ya que había aves de rapiña que sacaban los ojos a los viajeros, llevados por el balsero ingrato y hostil.
Era un día de lluvia, de hielo y de nieve, sin embargo cayó de las nubes un terrible rayo verde, que mató al caballo blanco, porque había revelado el secreto al hombre.
Desde entonces todos los caballos blancos están en peligro de ser matados por un rayo, mientras nada pasa a los perros negros, porque ellos supieron guardar el secreto de Nguenechén. Sin embargo, a ellos, como a los caballos, se les quitó el habla. Pero pueden ver y sentir como antes, los espíritus y las almas de los muertos, un don que los inquieta, tanto, que los caballos, especialmente en la noche, se quejan y lloran, dan patadas a los aparecidos y relinchan de angustia, mientras los perros aúllan y penan desoladamente, particularmente cuando la luz de Kuyén, la luna, es muy clara, ya que ellos ven las almas a su lado, las temen, y no pueden escapar. Los animales nombrados, entonces, logran saber secretos de los amos de los familiares de estos, la hora de la muerte que los entristece.
La visión es tanto más nítida cuanto más fuerte es la luz de la luna.
Los caballos blancos siempre sudan, debido a su miedo continuo. Y como llevan su alma en los pelos, se revuelcan con gusto, cuando presienten la lluvia. Y porque tienen miedo al sol como a la luna, buscan guarecerse debajo de un árbol cuando se avecina una tormenta, porque se acuerdan que son malditos por falta de estimación del secreto, siendo que los caballos de otros colores pastan tranquilamente al aire libre y lo mismo que los perros no buscan abrigo alguno.