Lo que se cuenta sucedió en el año 1532. Unos hombres llegaron y colocaron detrás de las casas unos aparatos.
¡Eran cañones! Pero los indios no lo sabían.
También asustaban un poco los caballos que traían los blancos y que ellos tampoco habían visto antes.
Todo el pueblo estaba reunido frente a la plaza. Y los soldados y los altos jefes indios haciendo guardia de honor para que pasara Atahualpa, el emperador de los incas.
Recibirá allí mismo a Pizarro, el jefe blanco, y a su gente para saber qué querían en sus tierras.
Atahualpa no quiso rendirse a los extraños y los blancos lo atacaron. Todo el pueblo estaba aterrorizado. El estruendo era terrible.
Retumbaban en la plaza los cañones y las otras armas de fuero.
Era tanto el ruido que parecía que la tierra iba a estallar. Atahualpa fue hecho prisionero. Encerraron a Atahualpa en una habitación, y, desde ese momento, lo único que deseó el jefe de los incas fue recuperar su libertad para defender sus dominios.
¡Pero no sabía cómo! ¡Imposible escapar de allí!
Por eso, un día que Pizarro fue a visitarlo le dijo: -Si me dejas en libertad cubriré con oro el piso de esta habitación, y te lo daré.
Pizarro no podría creer que hubiera tanto oro, y se quedó mudo de asombro.
Atahualpa pensó que le parecía poco. Entonces señaló con la mano la pared, hasta aquí.
No, más arriba de su cabeza: ¡hasta aquí!
Y levantando su mano todo lo que pudo, dijo: -Llenaré este cuarto de oro, hasta esta marca que aquí hago. Pizarro no lo podía creer.
¡Toda una habitación llena de oro!
¿Es que los incas tendrían tanto?
¿Sería verdad? -Está bien, dijo-; si me das todo ese oro te dejaré en libertad.
-Entonces Atahualpa mandó mensajes a todas partes. A todos sus vasallos. Hacia el norte. Hacia el sur. Hacia el este y el oeste. -Hay que reunir todo el oro que sea posible. Hay que traerlo de todos lados. Todo el oro, todas las cosas de oro, decía el mensaje.
-¡Todo el oro de los incas para salvar al Hijo del Sol!
Y los mensajeros corrieron, corrieron. Atravesaron ríos, subieron y bajaron montañas. Y volvieron a subir. Y volvieron a bajar.
Oro, oro para libertar al emperador. Los mensajeros llegaron a todos lados, y también a las tierras donde gobernaba el cacique Cacheuta, los valles de las montañas altas, donde ahora se encuentra Mendoza.
Cacheuta, que quería mucho a su soberano, rápidamente empezó a reunir todo el oro que había en el valle. Y no solo Cacheuta. Todos los habitantes del lugar buscaron los objetos de oro, las piedras con oro, los cachorros, los adornos y cuanta cosa hubiera del rico metal, para enviársela al prisionero.
Luego lo puso todo en unas grandes bolsas de cuero y cargó un montón de llamas con ellas.
Cacheuta reunió as sus mejores guerreros, a los más altos jefes y a los más fieles vasallos. Y poniéndose él mismo al frente del grupo inició la marcha rumbo al Perú.
Los blancos no esperaron que llegara el oro, y mataron a Atahualpa.
Pero como se enteraron que Cacheuta iba caminando al Perú con su preciosa carga, un grupo de blancos fue a esperarlo.
Muy poco camino había recorrido Cacheuta cuando alcanzó a ver a los blancos escondidos. Cacheuta adivinó lo que querían, y rápidamente dio la orden:
-¡A esconder el oro! –
La orden fue cumplida, y cuando los blancos atacaron no había una sola bolsa de cuero sobre las llamas.
-¡La lucha fue terrible! Resonaba en las montañas el estallido de las armas de fuego.
Los indios no podían defenderse con sus lanzas y cuchillos. Uno de los primeros en caer fue el cacique Cacheuta.
Pero lo que le contaron después al indiecito Illapa fue realmente maravilloso. Algo de casi no creer.
Cuando terminó la lucha, los blancos fueron a buscar el oro.
Buscaban por aquí, buscaban por allá. Pero nada, nada.
¡No podían encontrarlo!
¿Dónde estaba el oro? ¿Dónde?
Los indios lo habían escondido muy bien.
Siguieron buscando, revolviendo y revolviendo las piedras.
¡Hasta que lo encontraron! ¡Allí estaba! ¡El codiciado oro!
¡Y cuánto, cuánto era! Pero cuando fueron a tomarlo con sus manos, grandes chorros de agua brotaron como por arte de magia.
¡Agua! ¡Sí, agua caliente, bien caliente!
Los blancos huyeron asustadísimos, para no quemarse de arriba abajo.
Dicen que fue el espíritu de Cacheuta, que, ayudado por el dios Inti, convirtió el oro en agua.
Un agua calentita, calentita, con el color maravilloso que le dio su padre el Sol. Y más valioso que el mismo oro, porque cura muchas enfermedades.
Para los lugareños, estas aguas son el símbolo de la solidaridad humana, simbolizan la hermandad de los pueblos por su libertad.
Desde entonces, se brindan generosas a los que se bañan en ellas para cuidar sus males.
Fuente: CUYO, Supersticiones y creencias