El indio Huampi gobernaba varias tribus de las que habitaban los valles calchaquíes. Bien merecía llevar su nombre, pues no había otro que se destacara como él por su indomable valor y su extraordinaria destreza en el manejo de las armas.
Admirado y temido por todos, era al mismo tiempo amo y señor de toda la comarca.
Huampi era cazador incansable y el más diestro que hasta entonces se había conocido. Manejaba el arco con tal habilidad que no perdía víctima a la que arrojara sus certeras flechas.
Por eso en los montes, valles, praderas y bosques que recorría, tanto caían guanacos, vicuñas y huillas, como los cóndores, los suris y toda clase de aves...
Huampi no perdonaba, en sus frecuentes cacerías, ni las crías más chiquitas. Iba de este modo despoblando de animales la región. Y no era justo que así sucediera.
Volvía un día, al caer la tarde, cargado de caza, cuando se le apareció Pachamama, entre resplandores:
¡Huampi, mal hijo de
Huampi bajó la cabeza y Pachamama prosiguió:
-¿Piensas indio soberbio, que he creado los animales para que tú los mates?
Sigue matando y llegará el momento en que te faltará su carne para comer y su leche, y sus pieles para cubrirte. Si no dejas vicuñas ni guanacos, ¿donde encontrarás lana suave y sedosa para tejer tus mantas?
Si no dejas llamas, ¿qué animal llevará las cargas a lugares lejanos? ¡Mata las aves y no tendrás plumas para adornarte!
Eres ambicioso y egoísta, y desagradecido porque no sabes apreciar ni respetar los bienes que te da
Huampi no tienes corazón. No mereces que te perdone..., sino un castigo por tu maldad, y te llegará...
Y Pachamama desapareció envuelta en su luz, Huampi creyó despertar de una pesadilla. Estaba paralizado de miedo. Intentó dominarse, pero los amargos reproches de Pachamama y la amenaza de castigo le atormentaban duramente. Apoyando en el grueso tronco de un árbol, entregado a sus reflexiones, oyó un silbido.
¿Qué es eso? ¿Será el anuncio del castigo de
Y no estaba equivocado. Al tiempo sintió su rostro azotado por el aire, que quemó su obscura piel; las ramas de los árboles se agitaban, hojas, flores y frutos se arremolinaron a sus pies y el silbido era cada vez más lastimero y terrible.
Huampi no dudó ya. Era la furia de
Era el castigo prometido.
Dicen que, desde entonces, sopla el viento Zonda por nuestros valles andinos con voz casi humana.
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