Érase una vez un anciano muy rico, que sintiendo la cercanía de su muerte mandó llamar a sus hijos y dividió sus propiedades entregándoselas a ellos.
El caso es que este anciano no murió hasta unos cuantos años después, siendo algunos de esos años bastante miserables para él.
Además del cansancio por la avanzada edad, este anciano tuvo que aguantar el abuso y la crueldad de sus hijos. ¡Desdichados, e ingratos egoístas!
Anteriormente sus hijos competían e intentaban agradar de cualquier manera a su padre, esperando, claro está, recibir dinero de él. Pero ya recibieron su herencia, y no les preocupaba ni lo más mínimo si su padre les dejaba o no, e incluso preferían que cuanto antes les abandonara mejor, ya que el anciano les daba problemas caros e innecesarios. Ellos hacían saber todo esto a su padre, dándoles igual como se sentía él.
Un día el anciano conoció a un amigo y le contó todo lo que le pasaba.
El amigo simpatizó mucho con el anciano, y le prometió que pensaría en el asunto.
A los pocos días le visitó y le dijo lo que podrían hacer.
Y así lo hicieron.
Tal y como habían planeado el hombre visitó al anciano unos días después y le puso cuatro bolsas llenas de piedras y gravilla delante de él.
"Mira aquí amigo" le dijo. "Tus hijos sabrán que he venido aquí este día, y te preguntarán sobre mi.
Debes aparentar que he venido para liberarme de una antigua deuda que tenía contigo, y que ahora eres mucho más rico que antes y que tienes varios miles de rupias.
Mantén siempre esta bolsa en tus manos, y no informes de lo que hay dentro a tus hijos mientras estés vivo. Ya verás como su conducta hacia ti cambiará. Volveré pronto para ver como va todo."
Cuando sus hijos supieron del incremento de la riqueza de su padre, empezaron a prestarle más atención y a ser amable con él, mucho más de los que habían sido antes.
Este comportamiento duró hasta el día en que el anciano desapareció, que fue cuando abrieron la bolsa codiciosamente, y encontraron únicamente piedras y grava.
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