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martes, 9 de marzo de 2010

URUTAÚ

URUTAÚ

Ñeambuí era hija de un aguerrido cacique guaraní, que se había instalado con su gente en un lugar hermoso, muy codiciado por sus vecinos.

La joven guardaba un recuerdo triste de las continuas luchas que su padre debió enfrentar para conservar ese paraje de la invasión de sus enemigos, y de cómo el cacique con el correr de los años se había vuelto cada vez más duro e implacable.

Hacía tiempo que Cuimaé, el joven cacique de una tribu vecina, estaba enamorado de Ñeambuí. La muchacha aceptaba los regalos que le traía su pretendiente, pero después corría al monte a jugar con los pájaros y a trenzar guirnaldas de flores para adornar sus cabellos negros.

Un día su padre le ordenó que aceptara a Cuimaé por esposo, así las dos tribus unidas podrían luchar mejor frente a cualquier invasor.

Ñeambuí obedeció el mandato de su padre y Cuimaé, feliz, comenzó los preparativos para la boda. La joven también se sintió contenta, aunque seguía recorriendo el monte a pesar de las advertencias de su enamorado, quien temía por ella, ya que conocía muy bien los peligros de la selva.

Una mañana la joven escuchó gritos y al salir de, su toldo vio a los guerreros preparándose para la lucha; una tribu vecina se aprestaba para invadirlos y el cacique, ayudado por Cuimaé iba decidido a luchar hasta las últimas consecuencias.

Después que partieron, Ñeambuí se refugió de nuevo en su toldo; no podía unirse a las otras mujeres de la tribu, que sentadas alrededor de una fogata, clamaban por el triunfo de sus hombres. Sufría demasiado al imaginar la lucha, pues pensar en los heridos y muertos de uno u otro bando, la llenaba de tristeza.

Llegó la noche y aún los guerreros no habían vuelto, cuando Ñeambuí escuchó de pronto un extraño lamento.

Primero sintió miedo, pero después casi contra su voluntad, se asomó afuera y vio la sombra de un hombre, iluminada por la luz tenue de la luna. Le pareció que se paralizaba de terror, y ya estaba a punto de pedir auxilio, cuando la sombra se desplomó. Entonces impulsada por una fuerza extraña se acercó y vio a un joven indio tendido en el suelo.

Por su vestimenta se dio cuenta que era de una tribu enemiga y al inclinarse sobre él, descubrió que tenía una profunda herida en una pierna. Supuso que, confundido, no se había dado cuenta que se introducía en el campamento del enemigo.

Sacando, fuerzas de flaqueza, la muchacha lo arrastró hasta ocultarlo detrás de su toldo, que quedaba algo apartado de los demás. Después buscó hierbas y ungüentos que aplicó sobre la herida del joven. Este abrió un momento los Ojos y al verla, la miró extasiado. No entendía cómo esa bella muchacha lo estaba cuidando. Desconcertado, pero ya más aliviado de su dolor quedó dormido.

Cuando Ñeambuí lo vio descansar tranquilo, entró rápidamente en su toldo y trató de calmarse. Temía por la suerte del joven enemigo y conociendo el carácter de su padre, deseó que el muchacho, una vez repuesto, se alejara de allí lo antes posible.

Envuelta en sus temores quedó ella también dormida y soñó con el indio herido, cuyas facciones le hablan parecido muy dulces.

La despertaron los gritos de los hombres que volvían de la lucha. Temblando se asomó afuera y escuchó que su padre y Cuimaé la saludaban; se acercó tratando de no hacer caso de los latidos de su corazón.

La mirada de los guerreros era dura; habían podido frenar los avances del enemigo, pero a costa de la pérdida de muchos hombres.

El cacique dijo a su hija:

-Muy pronto se festejarán tus esponsales con Cuimaé; es un valiente guerrero y tendremos que partir de nuevo, pero antes quiero que sea tu esposo.

La joven se inclinó ante su padre, mientras Cuimaé se adelantaba para abrazarla. En eso se escucharon gritos y algunos soldados trajeron prisionero al joven enemigo. Lo arrastraban, ya que apenas podía caminar y el cacique, ordenó que lo encerraran inmediatamente.

La muchacha no pudo evitar lanzar un suave quejido; sólo, fue escuchado por Cuimaé que observó la palidez de su rostro y mil sospechas lo invadieron. Hacía tanto que esperaba a Ñeambuí, hacía tan poco que ella le sonreía como aceptando su cariño, que ya no podía tolerar ningún rechazo. Fue así que preparó los festejos para la boda con un apuro febril.

Ñeambuí por el contrario parecía languidecer día a día y mientras las mujeres de la tribu le probaban la túnica nupcial, mientras alrededor de ella los preparativos se sucedían unos a otros, permanecía pasiva en medio del bullicio...

La mirada resignada del joven prisionero la perseguía constantemente, y a menudo paseaba como por casualidad frente al toldo donde estaba encerrado.

El joven también se había sentido hechizado por la dulce india y aunque sus miradas sólo se encontraban fugazmente, expresaban todo lo que los dos sentían.

Nadie se percató de lo que sucedía; sólo Cuimaé no perdía los gestos y miradas de la joven, y sentía su corazón estallar de dolor.

La noche anterior a la boda se celebró un festejo prenupcial; después toda la toldería quedó dormida, menos Ñeambuí. Se acercó sigilosamente al toldo del prisionero... hasta su guardián dormía. Haciendo un gran esfuerzo pudo desatar las lianas que lo sujetaban y los dos huyeron al monte.

Allí, apenas iluminados por la luna, se abrazaron; no se imaginaban que Cuimaé, enloquecido de celos los había seguido.

Desesperado, el joven cacique sacó la flecha más afilada de su carcaj y, armando su arco, la despidió con fuerza sobrehumana. Ñeambuí y el joven se desplomaron, mientras la selva vibró bruscamente, sacudida por una carcajada de loco.

Amor y odio habían sido demasiado fuertes para Cuimaé, pero los dioses se compadecieron de él y lo convirtieron en ave... Desde entonces el Urutaú recorre los campos con sus tristes lamentos. Todas las noches llora a su bienamada y recién descansa al amanecer.

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