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viernes, 29 de enero de 2010

LA MANDIOCA


Ñasaindí debía tener quince años. Esbelta, graciosa y muy bonita, sus ojos negros y grandes miraban siempre con temor. Tenía los cabellos lacios adornados con flores de piquillín. Cubría su cuerpo con un tipoy tejido con fibras de caraguatá, ajustado en la cintura con una chumbé de algodón de vistosos colores.

Sus pies descalzos parecían no tocar la tierra al caminar: tan suave y liviana era.
Con el propósito de recoger tiernos cogollos de palmera, venía desde muy lejos, trayendo una cesta fabricada con tacuarembó.

Muy dispuesta llegó al lugar donde crecían con profusión los pindós, confiada en que sola podría alcanzar los ansiados cogollos; pero al verlos tan altos comprendió que le iba a ser imposible realizar la tarea.

Trató de llegar, subiendo por el tallo, pero se vio obligada a desistir.

Un poco decepcionada, miró desde abajo el penacho verde de las palmeras tratando de hallar un medio que le permitiera conseguir los cogollos buscados.

Ya desistía de su intento, cuando vio a un muchacho medio oculto por una cascada de isipós y de helechos.

Sus manos recias empuñaban el arco y la flecha. Sus ojos miraban con atención hacia un lugar cercano.

Dirigió Ñasaindí su vista hacia el mismo sitio y pudo divisar a la víctima a la que estaba destinada la flecha del desconocido: era un hermoso maracaná que, tranquilamente posado en la rama de un ñandubay, estaba completamente ajeno a su próximo fin.

Sintió la niña una pena grande por el espléndido animal, cuyo intenso y brillante colorido era una nota de alegría y de luz entre los verdes del bosque, y sin darse cuenta dio un grito que desvió la atención del cazador hacia el lugar de donde él había partido.

El maracaná, puesto sobre aviso, con vuelo un tanto pesado, se internó en la espesura.
Salió el cazador de su escondite y ante la presencia de la niña quedó atónito, mirándola.

Su belleza y su expresión lo hechizaron, haciéndole olvidar la pieza de caza que perdiera por su culpa.

-¡Ma-era! -sólo atinó a decirle.

Bajó la vista la muchacha, temerosa de merecer el reproche del cazador, cuando oyó que continuaba con su suave acento:

-¿Quién eres, cuñataí?

-Ñasaindí... -respondió apenas la niña.

-¿De dónde vienes?

-De la tribu del ruvichá Sagua-á...

-¿A qué has venido a los dominios de mi padre, Ñasaindí?

Miró la niña los penachos de las palmeras que la brisa convertía en grandes abanicos y el muchacho, adivinando la intención de la mirada, preguntó:
-¿Querías alcanzar cogollos de palmera?

-Neí... -respondió a media voz la niña.

-Y... no alcanzas... -agregó intencionado el joven con expresión risueña.
-Aní... ¿Tú me ayudarás? -preguntó esperanzada, levantando hacia él los ojos.
-Nuné... -respondióle el muchacho divertido.

Al tiempo que así decía, dejando en el suelo el arco y la flecha que aún conservaba en la mano, trepó al tallo de una de las palmeras y con movimientos rápidos de sus piernas ágiles acostumbradas a esos ejercicios, pronto llegó al lugar donde lños cogollos tiernos se ofrecían generosos y frescos. Desde arriba se los ajorraba a Ñasaindí que, plena de dicha, no dejaba de reír.

En pocos minutos la cesta estuvo llena.

El rostro de la joven reflejaba un gran placer.

Gracias al servicial desconocido, su viaje no había sido infructuoso.

Cuando el muchacho estuvo nuevamente a su lado, los ojos de Ñasaindí brillaban de alegría y de agradecimiento.

-¿Jhoriva, yerutí? -preguntó satisfecho.

-Neí... Pero yo no me llamo Yerutí... Mi nombre es Ñasaindí...

-Ñasaindí te llamas, pero pareces una dulce yerutí, por eso te llamé por su nombre...
Agradeció la niña con una sonrisa e intentó emprender el camino de regreso, pues la noche no tardaría en llegar. El sol comenzaba a hundirse en el ocaso.
El muchacho detuvo su intención, preguntándole:

-¿Tienes tanto apuro por irte? ¿Dónde queda tu roga, cuñataí?

-Debo cruzar el río...

-¿Sola?
-Sola vine y sola debo volver. Hace tiempo, ya varias lunas, que los hijos de la mujer que me crió partieron hacia el norte con otros cuimba-é y tardan en volver. Ella me envió... Yo no tengo padres... Murieron en manos de los cambá, cuando yo era pequeña...

-¿Y cómo cruzaste el río?

-En una pequeña canoa que dejé amarrada en la orillla.

-Pero tú eres muy joven para atreverte a andar sola por estos lugares...

-Me mandaron y tuve que obedecer.

-¿No eres miedosa, Ñasaindí?

-¡Claro que lo soy! Muchas veces siento un miedo muy grande; pero debo cumplir lo que me ordenan. A nadie tengo que me pueda defender -agregó la niña con su vocecita triste y los ojos brillantes de lágrimas.

-Desde este momento, y si tú quieres, seré yo quien te sirva de amparo y de guía. ¿Aceptas, yerutí? -le ofreció el muchacho firme y decidido.

-Ñasaindí lo miró. La alegría que le causó el ofrecimiento se transparentó en su dulce mirar y en su sonrisa agradecida, cuando respondió:

-¡Oh, ya lo creo! ¡Muchas gracias!

-¡Seremos amigos, Ñasaindí!

-Bueno... pero no me has dicho tu nombre, ni quién eres... ¿cómo podría encontrarte?
-¡Tienes razón! Soy Catupirí. Mi padre es el cacique Marangatú. ¿Sabes ahora a quién debes buscar? -terminó riendo.

-Neí, Catupirí.

Después Ñasaindí, con su cesta llena de cogollos de pindó, inició la marcha hacia la costa dispuesta a volver a su roga.

La detuvo aún Catupirí. Tenía muy buen corazón y la niña le inspiraba una gran ternura.
El bondadoso muchacho era el menor de los hijos del cacique Marangatú, poderoso y respetado en mucha distancia alrededor de sus posesiones. Desde pequeño, Catupirí había sido preparado en las artes de la guerra por un diestro guerrero de la tribu; pero su madre, que no lo descuidaba jamás, conservó su corazón tierno y su alma pura como cuando era pequeño y le pertenecía por entero. Su bondad era reflejo del tierno corazón de ella.

En ese momento, Catupirí recordó a su madre. Recordó su gran bondad y el cariño que por él sentía y pensó llevar a Ñasaindí consigo, pues se había enamorado de ella y deseaba hacerla su esposa.

Se detuvo un instante pensando en su padre. Él no vería con buenos ojos que su hijo llevara a la tribu a una extranjera, a una desconocida, y menos aún con la intención de casarse con ella.

Pensó un instante, y decidió: la llevaría; pero al principio, por lo menos, la ocultaría a los ojos de su padre. Se la confiaría a su madre.
Estaba seguro de que ella sabría comprender y sin duda llegaría a sentir gran cariño por la joven desamparada, al verla tan buena, tan inocente y tan hermosa... Sin pensarlo más se lo propuso: -¿Quieres venir a nuestra tribu, Ñasaindí? Mi madre te recibirá como a una hija y te brindará el cariño que hasta ahora te ha faltado. ¿Aceptas, yerutí?

Llenos de agradecidas lágrimas los ojos, Ñasaindí preguntó con palabras entrecortadas por la emoción: -¡Oh, Catupirí! ¿Es verdad lo que me propones? ¿Tu madre me querrá?

-Sin duda... ¡Puedo asegurártelo! Hay tanta bondad en tu mirar dulce y tanta ternura en tu voz suave, que mi madre se sentirá atraída por ti y serás para ella la hija que no tiene. ¡Ven, vamos!

Tomaron los dos jóvenes el camino que conducía a la toldería y riendo y conversando, llegaron al lugar donde se levantaban los toldos de los súbditos del gran Marangatú.

Atardecía. El cielo, con los más bellos rojos y dorados, parecía sumergirse en las tranquilas aguas del río. Los pájaros retornaban a sus nidos y la flor del irupé cerraba sus pétalos ocultando sus galas hasta que, al día siguiente, el sol, al alcanzarla con uno de sus rayos, volviera a despertarla. La paz y la tranquilidad reinaban sobre la tierra.

Catupirí, ocultando a su compañera, fue hasta su toldo donde la dejó para ir a dar la noticia a su madre.

Nadie los había visto llegar, de modo que le sería muy fácil ocultarla hasta que pudiera convencer a su padre.

Pero Catupirí se equivocaba. Unos ojos que brillaban con maldad lo observaban desde muy cerca. Era Cava-Pitá, la hechicera, que, oculta detrás de un corpulento zuiñandí, no había perdido detalle de la llegada de los jóvenes.
Sonrió con malicia la mujer, y guiada por su espíritu mezquino, se propuso dar cuenta de lo ocurrido al cacique. No podría hacerlo tan pronto como deseaba, pues el cacique había salido con sus guerreros y no volvería hasta la mañana siguiente; pero entonces, ella lo esperaría con una noticia muy especial. ¡Y ya vería la extranjera que su vocecita dulce y sus expresiones inocentes no serían suficientes para engañar al cacique como lo había hecho con el hijo!
¿Por qué pensaba tan mal la hechicera de una persona a quien no conocía?
Es que Cava-Pitá era perversa y envidiosa y no toleraba que se diera preferencia a nadie más que a ella.

Al día siguiente, muy de mañana, llegaron el cacique y sus acompañantes; toda la tribu los recibió con júbilo. Habían logrado importantes piezas de caza y traían también un hermoso guasú vivo.

Con paciencia esperó Cava-Pitá que el cacique quedara solo, y en el momento oportuno se acercó a él, para referirle, a su manera, la llegada de Ñasaindí a la tribu. No conforme con esto, y gracias a la confianza que en ella tenía Marangatú, le fue muy fácil convencerlo de que la extranjera era una enviada de Añá, quién se valía de la joven para provocar la desgracia de la tribu.
La sorpresa del cacique pronto se transformó en profunda indignación. Él no podía tolerar la intromisión de una desconocida en sus dominios y mucho menos sabiendo, gracias a los buenos oficios de la hechicera, que se trataba de una enviada del demonio.

Poseído por una intensa cólera, Marangatú hizo llamar a su hijo a fin de recriminarle su indigno proceder y su desobediencia.

Cuando Catupirí estuvo frente a él, lo increpó duramente:

-¿Puede saberse por qué has traído a la tribu a una extranjera que nadie conoce y que tú encontraste por caualidad?

-Ya pensaba explicártelo, padre... -respondió sorprendido Catupirí. Y agregó desconcertado:
-¿Cómo has llegado a saberlo?

-Eso nada importa. Sólo puedo decirte que todavía hay quien respeta mis deseos y obedece mis órdenes.

-Yo soy el primero en hacerlo, padre mío, y pruebas te he dado en mil oportunidades; pero en este caso, deseaba hablar contigo primero, para explicarte lo sucedido. Sin embargo, hubo alguien, no sé con qué intención, que se me adelantó...

-¿Dónde está la intrusa? -preguntó el padre, violento.

-Está en mi toldo, padre, esperando que la traiga a tu presencia.
-Pues ya puedes ir a buscarla. Si con malas artes se introdujo en mi tribu, bien pronto haré que la abandone.

Catupirí quedó confundido. Su padre creía que, valiéndose de quién sabe qué poderes maléficos, Ñasaindí lo había obligado a traerla consigo; pero él sabía que no era así. Su padre, al verla, podría convencerse de que estaba equivocado.
Corrió en busca de la hermosa doncella y pronto estuvieron ambos frente al temible Marangatú.

Quedó el cacique maravillado al ver a la joven. Su hermoso rostro y la dulzura de su mirar lo conquistaron de inmediato. Debía haber una equivocación. Era imposible que una niña tan inocente, tan dulce y tan tímida, tuviera las malvadas intenciones que le atribuía Cava-Pitá.

Conversó el ruvichá con Ñasaindí. Le contó la muchacha su niñez triste y sin afectos y su alegría al encontrar en el buen Catupirí que deseaba hacerla su esposa, el cariño y el apoyo que le faltaron siempre.

Comprendió el gran Marangatú el noble sentimiento que acercaba a los jóvenes y dio su consentimiento para que unieran sus destinos como era el deseo y la voluntad de ambos.

Y Ñasaindí fue la esposa de Catupirí, el muchacho de corazón generoso y noble que la encontró un día en el bosque...

La maldad y la envidia de Cava-Pitá se acrecentaron al comprobar que su intervención había sido inútil y que, en cambio, los dos jóvenes habían llegado a realizar su deseo...

A pesar de todo, no se desanimó la hechicera, proponiéndose por cualquier medio, conseguir que la extranjera fuera arrojada de la tribu. ¡Ya llegaría el momento en que se cumpliera su venganza! ¡Ella sabría esperar!
Pasó el tiempo. La felicidad de Ñasaindí y de Catupirí era cada día mayor. Ningún mal había alcanzado a la tribu y todos habían olvidado por completo los vaticinios de la malvada Cava-Pitá.

Un niño, hijo de ambos jóvenes, llegó para hacer más grande y efectiva la diche de que gozaban. El pequeño Chirirí era dulce y bueno como su padre y tenaz como su padre.

Cuando tuvo edad de tener amigos, todos los niños de la tribu lo fueron de él y diariamente se los veía jugando en el bosque o en la costa del río, donde sentían gran placer en reunirse.

El cacique, orgulloso de su nieto, le había regalado un arco y una flecha hechos expresamente para él, y entre los momentos más felices de su vida se contaban aquellos en que salía con el niño a ejercitarlo en el manejo de dichas armas.
Todos vivían contentos en la tribu. Ya nadie consideraba a Ñasaindí como una extranjera a la que se debía despreciar, sino que, por el contrario, la joven, gracias a su bondad, se había granjeado la simpatía y el afecto de todos.
La única que conservaba el odio que por ella había sentido desde un principio era Cava-Pitá, para quien la idea de venganza se afianzaba a medida que pasaba el tiempo, y que no abandonaría hasta ver a Ñasaindí arrojada de la aldea como se lo propusiera desde un principio.

Tenía que convencer a la tribu de que la esposa de Catupirí bajo ese aspecto dulce y tierno encubría a una malvada enviada de Añá para hacer mal a la tribu y que sólo esperaba el momento oportuno para cumplir los mandatos del demonio.
Para convencerlos, decidió ensayar una nueva acusación.

Usando de sus sentimientos mezquinos y perversos divulgó la noticia de que el pequeño Chirirí se hallaba poseído por un mal espíritu, por el cual todos los niños que lo acompañaban en sus juegos estaban condenados a morir infaliblemente después de un corto tiempo.

La noticia corrió por la tribu con la velocidad del rayo y todas las madres, temerosas del trágico fin que podrían tener sus hijos, los retuvieron con ellas prohibiéndoles que se acercaran al pequeño Chirirí.

Sin embargo, esto no fue suficiente para la hechicera, ya que ella había querido levantar a toda la tribu contra la inocente Ñasaindí. En esa forma, considerándola culpable, la hubieran arrojado de la aldea indígena por temor al maleficio de que estaba poseída lo mismo que su hijo.

Como no consiguiera su propósito, decidió poner en práctica un plan diabólico con el que, estaba segura, se cumpliría con creces su venganza.
Preparó un brebaje dulce, exquisito, al que agregó una pequeña poción de activísimo veneno.

Con zalamerías llamaba a los pequeños amigos de Chirirí y les daba a tomar el jarabe mortífero que ellos bebían golosos.

Poco les duraba el placer, porque poco tiempo más tarde morían entre las más espantosas contorsiones, envenenados por la infame hechicera.
Ignorantes las madres de la existencia del famoso jarabe, aceptaron como explicación de la muerte de sus hijos el maleficio del que suponían estaban poseídos el pequeño Chirirí y su madre, tal como lo predijera en tantas oportunidades la famosa Cava-Pitá.

Ya no les cupo la menor duda: la extranjera era una enviada de Añá, llegada a la comarca para causar la desgracia de la tribu de Marangatú.

Esta vez nadie dudó. Todos estuvieron en contra de Ñasaindí y de Catupirí, de quienes decidieron vengarse dando muerte a su hijito.

La hechicera no cabía en sí de gozo. Había pasado un tiempo muy largo antes de lograr su propósito, pero por fin consiguió que la tribu entera odiara a la intrusa.
Alentada por el triunfo fue levantando los ánimos de toldo en toldo, incitando a unos y a otros a dar muerte al pequeño Chirirí, único medio para librarse de los designios de Añá.

En un grupo encabezado por la perversa Cava-Pitá, blandiendo palos y lanzas, hombres y mujeres se dirigieron al toldo de Catupirí.

Llegaron, y tomando por la fuerza a los padres de la criatura, los llevaron al bosque donde los amarraron con fibras de caraguatá al tronco de un ñandubay para que fueran testigos impotentes de la muerte de su hijo.
La dulce Ñasaindí dejaba oír desgarradores sollozos, gritando su inocencia y pidiendo piedad para su pequeño Chirirí, mientras el valiente Catupirí hacía desesperados esfuerzos por librarse de las ligaduras. Pero era en vano. Buen cuidado habían tenido sus verdugos.

Mientras tanto, Cava-Pitá, la cruel y desalmada hechicera, saboreando el triunfo logrado después de tanto esperar, decidió ser ella misma quien diera muerte al pequeño, que, atado de pies y manos, yacía en el suelo, llorando y esforzándose por dejar sus manecitas en libertad.

Preparó el arco y la flecha envenenada, y cuando se disponía a arrojarla al niño, que lloraba ante sus padres desesperados, un ruido espantoso atronó el bosque y una lengua de fuego bajó desde el cielo, que se había oscurecido de pronto, y dejó fulminada a la perversa hechicera, que rodó por el suelo dando un grito de espanto.

Los que presenciaban la escena vieron en esto un castigo de sus dioses justicieros a la maldad y a la envidia y, convencidos de su error, desataron a los padres de la criatura que aún se hallaba en el suelo, a poca distancia de ellos.
Ñasaindí corrió a levantar a su hijito, que medio desvanecido por el terror casi no podía moverse. Lo desató y lo abrazó estrechándolo contra su corazón, mientras las lágrimas corrían por sus pálidas mejillas.

Con las cabezas gachas, avergonzados, con el paso vacilante, los que creyeron las calumnias de la perversa hechicera decidieron retornar a sus toldos, no sin antes dirigir una mirada triste al sitio donde el pequeño Chirirí estuviera momentos antes echadito en el suelo esperando la muerte de manos de la falsa y alevosa Cava-Pitá.

La sorpresa de todos fue muy grande cuando observaron que crecía en ese mismo lugar una planta nueva, desconocida hasta entonces.

La llamaron mandi-ó y en ella vieron la justicia de sus dioses buenos que sabían recompensar el bien y castigaban hasta con la muerte a los que procedían mal.
La mandi-ó, regalo de Tupá a los hombres para que les sirva de alimento, posee el dulce corazón de Ñasaindí y de Chirirí, y da, al que la come, fortaleza y energía, como era fuerte y enérgico el valiente y esforzado Catupirí.

Referencias
La mandi-ó (mandioca) es un arbusto originario de América, que abunda en la zona tropical.

Mide de dos a tres metros de altura, tiene hojas palmeadas y de sus flores en racimos.
La raíz, un tubérculo blanco, grande y carnoso, contiene almidón, harina y tapioca. Es la parte comestible de la planta.

Existen dos clases de mandioca, una dulce y otra amarga. La primera, inofensiva, se puede comer asada o cocida sin ningún peligro.

La segunda, en cambio, es venenosa. Por eso, para comerla, es necesario, primero, tostarla, para que pierda sus propiedades nocivas. Luego se pulveriza.
Así se obtiene la harina que se conoce con el nombre de fariña y que constituye un alimento muy apreciado y de mucho consumo en el noreste argentino, en Brasil y en Paraguay.

Antes se conocía a la fariña con el nombre de harina de palo.

Los naturales fabricaban su vino, especie de chicha, de la mandioca. La masticaban y luego la hacían fermentar en agua.

El cultivo de la mandioca es antiquísimo.

Según algunos autores, los nativos ya la consumían antes de la llegada de los españoles. Otros, en cambio, aseguran que fue Santo Tomé quien les enseñó su cultivo y la forma de hacerla comestible e inofensiva.

VOCABULARIO
Ñasaindí: Luz de la luna.
Tipoy: Túnica de mujer,
sin cuello y sin mangas.
Piquillín: Piquilín.
Caraguatá: Pita o agave.
Chumbé: Cinturón que
usan las mujeres para
ceñirse la cintura.
Tacuarembó: Mimbre.
Pindó: Palmera.
Isipó: Llana.
Maracaná: Guacamayo.
Ñandubay: Árbol que da una
madera rojiza muy dura e
incorruptible.
Cuñataí: Doncella.
Ruvichá: Cacique.
Sagua-á: Arisco.
Neí: Sí.
Aní: No.
Nuné: Puede ser.
Jhoriva, yerutí: Feliz,
torcacita.
Roga: Casa, cabaña.
Cuimba-é: Muchachos.
Cambá: Personas negras.
Catupirí: Diestro, hábil.
Marangatú: Bueno, virtuoso.
Cava-Pitá: Avispa colorada.
Zuiñandí: Ceibo.
Irupé: Victoria regia.
Guasú: Venado.
Añá: Diablo, demonio.
Chirirí: Boyero.
Mandió: Mandioca.
Tupá: Dios bueno.
¡Ma-era!: ¡Hola!

Estas leyendas fueron adaptadas de la Biblioteca "Petaquita de Leyendas", de Azucena Carranza y Leonor M. Lorda Perellón, Ed. Peuser, Bs. As. 1952 y de "Antología Folklórica Argentina", del Consejo Nacional de Educación, Kraft, 1940.
Material compilado y revisado por la educadora argentina Nidia Cobiella (NidiaCobiella@RedArgentina.com)


jueves, 28 de enero de 2010

EL ENANO SALTARÍN


RUMPELSTILZCHEN


Los hermanos Grimm


Cuentan que en un tiempo muy lejano el rey decidió pasear por sus dominios, que incluían una pequeña aldea en la que vivía un molinero junto con su bella hija. Al interesarse el rey por ella, el molinero mintió para darse importancia: -Además de bonita, es capaz de convertir la paja en oro hilándola con una rueca. El rey, francamente contento con dicha cualidad de la muchacha, no lo dudó un instante y la llevó con él a palacio.


Una vez en el castillo, el rey ordenó que condujesen a la hija del molinero a una habitación repleta de paja, donde había también una rueca: -Tienes hasta el alba para demostrarme que tu padre decía la verdad y convertir esta paja en oro. De lo contrario, serás desterrada. La pobre niña lloró desconsolada, pero he aquí que apareció un estrafalario enano que le ofreció hilar la paja en oro a cambio de su collar.


La hija del molinero le entregó la joya y... zis-zas, zis-zas, el enano hilaba la paja que se iba convirtiendo en oro en las canillas, hasta que no quedó ni una brizna de paja y la habitación refulgía por el oro. Cuando el rey vio la proeza, guiado por la avaricia, espetó: -Veremos si puedes hacer lo mismo en esta habitación. -Y le señaló una estancia más grande y más repleta de oro que la del día anterior.


La muchacha estaba desesperada, pues creía imposible cumplir la tarea pero, como el día anterior, apareció el enano saltarín: -¿Qué me das si hilo la paja para convertirla en oro? -preguntó al hacerse visible.

-Sólo tengo esta sortija -Dijo la doncella tendiéndole el anillo.

-Empecemos pues, -respondió el enano. Y zis-zas, zis-zas, toda la paja se convirtió en oro hilado.

Pero la codicia del rey no tenía fin, y cuando comprobó que se habían cumplido sus órdenes, anunció: -Repetirás la hazaña una vez más, si lo consigues, te haré mi esposa -Pues pensaba que, a pesar de ser hija de un molinero, nunca encontraría mujer con dote mejor. Una noche más lloró la muchacha, y de nuevo apareció el grotesco enano: -¿Qué me darás a cambio de solucionar tu problema? -Preguntó, saltando, a la chica.


- No tengo más joyas que ofrecerte -y pensando que esta vez estaba perdida, gimió desconsolada.

-Bien, en ese caso, me darás tu primer hijo -demandó el enanillo.


Aceptó la muchacha: “Quién sabe cómo irán las cosas en el futuro” - Dijo para sus adentros. Y como ya había ocurrido antes, la paja se iba convirtiendo en oro a medida que el extraño ser la hilaba.


Cuando el rey entró en la habitación, sus ojos brillaron más aún que el oro que estaba contemplando, y convocó a sus súbditos para la celebración de los esponsales. Vivieron ambos felices y al cabo de un año, tuvieron un precioso retoño.



La ahora reina había olvidado el incidente con la rueca, la paja, el oro y el enano, y por eso se asustó enormemente cuando una noche apareció el duende saltarín reclamando su recompensa.

- Por favor, enano, por favor, ahora poseo riqueza, te daré todo lo que quieras.

-¿Cómo puedes comparar el valor de una vida con algo material? Quiero a tu hijo -exigió el desaliñado enano.

Pero tanto rogó y suplicó la mujer, que conmovió al enano: -Tienes tres días para averiguar cuál es mi nombre, si lo aciertas, dejaré que te quedes con el niño.



Por más que pensó y se devanó los sesos la molinerita para buscar el nombre del enano, nunca acertaba la respuesta correcta.

Al tercer día, envió a sus exploradores a buscar nombres diferentes por todos los confines del mundo. De vuelta, uno de ellos contó la anécdota de un duende al que había visto saltar a la puerta de una pequeña cabaña cantando:

-“Yo sólo tejo, a nadie amo y Rumpelstilzchen me llamo”


Cuando volvió el enano la tercera noche, y preguntó su propio nombre a la reina, ésta le contestó:


-¡Te llamas Rumpelstilzchen!


-¡No puede ser! - gritó él - ¡No lo puedes saber! ¡Te lo ha dicho el diablo!

-Y tanto y tan grande fue su enfado, que dio una patada en el suelo que le dejó la pierna enterrada hasta la mitad, y cuando intentó sacarla, el enano se partió por la mitad.


FINIS


miércoles, 27 de enero de 2010

LA CIUDAD ENCANTADA DE LA PATAGONIA:


LA CIUDAD ENCANTADA DE LA PATAGONIA:


La leyenda de la Ciudad de los Césares o Encantada de la Patagonia, fue el último gran mito de la conquista americana. Tuvo una vida muy larga que supervivió a la conquista misma. Comenzó en 1529 y duró hasta fines de XVIII.


La también llamada Ciudad errante, Elelín o su más conocido nombre de los Césares, es una ciudad de plana cuadrada; de piedra labrada y edificios techados con tejas.


Sus templos eran de oro macizo. El pavimento también es de oro macizo.


En algunas versiones está en un claro del bosque; en otras, en una península; otras dicen que esta en el medio de un lago, con un puente levadizo para la única puerta que le da acceso.


Abunda en ella el oro y la plata, de la cual están forradas las paredes, con estos metales también se hacen asientos, cuchillos y rejas de arado.


Tienen campanas y artillería, las cuales se escuchan de lejos.


Algunos dicen que al lado de ella hay dos cerros, uno de diamante y el otro de oro.


Sus habitantes son altos, rubios y con barba larga. Hablan una lengua extraña, aunque en algunas versiones es el español.


Se dedican al ocio, y no tienen enfermedades. O son inmortales o solo mueren de viejos. Algunos dicen que son exactamente los mismos que fundaron la ciudad, ya que no nace ni muere nadie en la Ciudad Encantada.


Tienen indios a su servicio, y algunos custodian el camino que lleva a ella.


Otras versiones dicen que son dos o tres ciudades, sus nombres son Hoyo, Muelle y Los Sauces. Tienen vigías para detectar la proximidad de intrusos e impedirles el acceso.


También dicen, que es invisible para los que no son habitantes de ella, a veces uno la puede ver si es justo o al atardecer o el viernes santo. Se la puede atravesar sin siquiera darse cuenta.


Cuentan, que es errante, o sea, que para encontrarla hay que limitarse a esperarla en un sitio. En 1764 el inglés James Burgh publicó una ficción sobre la Ciudad de los Césares, en la que la describía como una utopía.


La Patagonia es un escenario helado, desconocido. El clima es muy frío, con pocas lluvias. Los vientos son constantes, del oeste a una velocidad de 80 Km/h. Se forman tormentas de arena. El agua escasea y el combustible también, así como la caza, de lo guanacos únicamente. Un lugar inhóspito para la búsqueda de una ciudad de ensueño.


Pero ¿De donde proviene este mito?


¿Quiénes lo persiguieron sin encontrarlo?


En la conquista de América se gestaron muchas leyendas, todas salidas de la mente imaginativa y ávida de fortuna de los conquistadores, bastaban unas palabras o gestos de los indios para que se creara una leyenda.


Las hubo por doquier, la fuente de la juventud en Florida, Las Siete ciudades de Cíbola al norte de México, El Dorado, buscado desde el Caribe hasta el Amazonas, la famosa Sierra de la Plata y el Rey Blanco den la zona del Río de la Plata y por fin la más longeva de ellas la Ciudad de los Césares de la Patagonia.


Estas ultimas eran un reflejo del esplendor de los Incas de Perú comentado por los indios a los conquistadores, los cuales solo querían escuchar donde estaba el oro y la plata.


La Ciudad de los Césares también tiene como origen las historias de náufragos abandonados y conquistadores perdidos a lo largo de la Patagonia. La Ciudad Encantada de los Césares surge a partir de varios hechos que ocurrieron a lo largo de la conquista de nuestro territorio, pero de uno en especial, que ocurrió durante el viaje de Caboto.


En el año 1527 Caboto funda un fuerte llamado Sancti Spiritus en la confluencia de los ríos Carcaraña y Paraná, es el primer asentamiento en Argentina.


Mientras él preparaba una expedición río arriba, en 1528, manda una partida a explorar el interior del territorio. Parten en noviembre, 14 hombres liderados por el capitán Francisco César.


Un hombre audaz este César, se interno hacia el Oeste. Antes dividió su pequeña columna en tres partes: una que fue hacia el sur, a la tierra de los querandíes, de la cual nunca mas se supo; otra se internó en las tierras de los carcarañás, de la cual tampoco se supo nada mas, y por ultimo la tercera, al mando de César, siguió el curso del río Carcarañá, hacia el noroeste. Esta tercer columna fue la única que volvió al fuerte, 7 hombres que anduvieron 250 o 300 leguas, 1400 o 1700 Km., durante 3 meses. Volvieron contando maravillas.


Según ellos, y lo corroboraron no solo el capitán, sino sus soldados, en las declaraciones que hicieron posteriormente en Sevilla, cuando procesaron a Caboto, son sus palabras, "habían visto grandes riquezas de oro e plata e piedras preciosas". A esta incursión de Francisco César algunos autores la hacen llegar hasta el Nahuel Huapí y otros hasta el Perú, donde se habrían entrevistado con el Inca.


Seguramente los pobres habrían vagado erráticamente rendidos por el hambre y la fatiga, hasta toparse con la cordillera, en la cual los indígenas les habrán contado de la riqueza de los Incas.

Esas riquezas las atribuirían a la ciudad maravillosa, la ciudad encantada, que pasaría a llamarse la Ciudad de los Césares, en honor a Francisco César y a sus valientes que la habrían descubierto.


Esta aventura constituyó el núcleo original del mito de la ciudad Encantada que fue ubicada desde las pampas y la cordillera, hasta la costa atlántica y la Patagonia austral.

A esto se agregaron los náufragos que habían quedado en la Patagonia de las fallidas expediciones de Alcazaba, el Obispo de Plasencia y las ciudades que fundó Sarmiento de Gamboa más tarde abandonadas.


Un intento de poblar la Patagonia en 1534 dejando su vida y algunos náufragos en la zona.


La expedición del Obispo de Plasencia que intento cruzar el Estrecho de Magallanes dejó 150 hombres refugiados en tierra, de los que nunca se supo mas nada. Lo mismo les ocurrió a los pobres pobladores de las dos ciudades que fundó Sarmiento de Gamboa en el Estrecho.


En 1584 funda las ciudades luego teniendo que abandonarlas a su suerte. Había soldados y 58 colonos, 13 mujeres, 10 niños y 26 obreros. Nadie se acordó de ellos en España, años más tarde, en 1587, el pirata inglés Tomás Cavendish encontró a 18 de ellos, sobrevivientes de una de las ciudades en la cual se habían juntado todos.


Le impresiono tanto el aspecto de esa pobre gente que la bautizo Puerto Hambre. Esto no le impidió robarse la artillería y llevarse a uno de los habitantes como guía.


Según la imaginación estos pobres náufragos que seguramente murieron de hambre o a manos de los indios, formaron parte de la Ciudad de los Césares, algunos dicen que fueron ellos los que la fundaron.


También formaron parte de ella los incas huidos de Cuzco después de la prisión, a manos de Pizarro, de Atahualpa.


Otros fueron los pobres habitantes de la ciudad chilena de Osorno que tuvieron que huir hacia el sur, en 1599, perseguidos por los araucanos, nunca mas se supo de ellos, hasta 1790 no se vuelve a hablar de Osorno. Conquistados por todas estas historias partieron muchas expediciones en su busca. Las mas importantes y serias fueron las de Hernando Arias de Saavedra, Hernandarias, que sale de Buenos Aires en 1604, y la de Gerónimo Luis de Cabrera que la busca desde Córdoba en 1622.


Ambos buscan la ciudad a través de las pampas.


El padre Mascardi y el padre Menéndez salen desde Chile y la buscan cruzando la cordillera de los Andes.


Marcardi realiza dos viajes en 1670, otro en 1672 y el último en 1673, durante el cual pierde la vida. Menéndez realiza varios viajes, entre 1783 y 1794, en busca de la mítica Ciudad de los Césares, fue el último viajero que la busco. El vulgo de los últimos tiempos del periodo colonial siguió creyendo en el mito, y los indios siguieron contando leyendas de ciudades encantadas en el fondo de los lagos, en lo alto de montañas, etc.


Gracias a este mito se recorrió y conquisto gran parte de nuestro territorio.


Investigación y elaboración: Martín A. Cagliani

martes, 26 de enero de 2010

SHISHILO

La hermana de Shishilo
Óleo de José Pallares


Fragmento del libro "Shishilo"


Por Dante Cayetano Fiorentino


Sentado bajo un algarrobo, a la hora de la siesta lloraba el niño, haciendo con el dedo índice un pocito en la tierra. Las lágrimas le dejaban huellas de “cancha” en el rostro mugriento.


-¿Qué te pasa, Shishilo? le pregunté.


Continuó llorando con insistencia de moscardón mientras el dedo daba ahora con una raíz.


-¿Te han pegado?


-Noooo -repuso soltando la lengua.


-¿Y por qué lloras?


-He perdío la plata que me ha dado mi mama pa’que compre azúcar -dijo con una voz oscilante, mezclada de burbujas de saliva que crecían y reventaban entre sus labios. A1 escucharse, recordó el motivo de su desconsuelo y el llanto se tornó más vivo y más agudo. -Y me ha dicho que si volvía a perder la plata me iba a “quebrajiar” los güesos -agregó siempre con tropezones de aire-.


-Bueno, cállate hombre, yo te lo voy a conseguir -le aseguré-.


-¿Ah...? -dijo levantando la cabeza y mirándome con una esperanza que le desbordaba por sus grandes ojos negros y mojados. Un mechón de pelos desteñidos y duros partían de su frente y se detenían en el aire, formando una visera en cepillo. Por eso le decían Shishilo, porque tenía el pelo como herrumbre nuevo, mezcla de negro, rubio y colorado, como las shishis, esas hormigas que en busca de azúcar invaden las gavetas dejadas al descuido.


-Esperame, ya vengo.


Se quedó cabeceando de costado con una respiración aún no normalizada. Un aliento de horno se levantaba de la tierra en lenguas viboreantes que se trepaban por las piernas. El sol partía la cabeza y resquebrajaba en hexágonos encogidos el piso de las represas resecas. En un vinal, colgaba como un enjambre de avispas un nido de cotorras que hería a grito pelado el silencio caliente. Me deslicé en la habitación de mis padres y aprovechando su sueño, llené de azúcar mis bolsillos. Até nuevamente la boca de la bolsa y escudándome en un fuerte ronquido de mi padre, cerré la puerta. Crucé corriendo un pedazo de pampa con las cargas de azúcar que bailaban como alforjas. Shishilo me vio llegar con ojos ávidos y anhelantes. Sacó la servilleta manchada de aureolas de mate y la extendió en el suelo.


Cuando hube vaciado todo el contenido de mis bolsillos, ató los cuatro extremos de la servilleta, metió el bulto dulce entre la piel y la camisa y apretándolo como a un tesoro salió disparando sin decir una palabra. Me quedé con los muslos pegajosos de melcocha mientras lo veía perderse detrás del paso a nivel. En el suelo, un montón de hormigas nerviosas se disputaban unos granitos de azúcar que habían caído, llenando la sombra de olor a shishi.


Pobre Shishilo… sus pies descalzos habían lacrado la tierra como un sello. Epidermis gruesa y áspera; atravesaba los cercos de ramas pisando en los raros tramos sin espinas.


A veces se rompía la rama y un aguijón vegetal de varios centímetros le traspasaba la carne arrancándole un “¡aiaítay!” húmedo de lágrimas; se sentaba, tiraba con fuerza y la espina salía abriendo un boquete duro y seco. Era necesario apretar para que manara la sangre, que corría luego lavando el hueco. Escupía en el suelo para hacer un barrito medicinal y se lo aplicaba en la herida. Renguearía unos días y la hincadura se cerraría dejando un lunar negro y doloroso.


Al día siguiente, Shishilo fue a mi casa. Un gran pedazo de tortilla, irregular como un mapa, le desfiguraba el bolsillo.


-Tomá -me dijo tendiéndomelo- le he sacado a mi mama del canasto.


-Y vos, ¿ya has comido? -pregunté.


-No… yo no quiero -expresó tragando saliva:


Yo comía en silencio, pendiente siempre de su mirada que corría de un objeto a otro, como una mosca, inquieta, famélica, esforzándose por no posarse en la tortilla cuyo olor hacía estragos en su estómago, produciéndole sensación de angustia. Al fin me miró y sonrió. Sin decir nada le tendí un pedazo. Meneó la cabeza. Insistí con el gesto.


-¡No quiero! -contestó mirando ya francamente mi mano. Le exigí con la energía de un jugador de truco que vuelca una carta sobre la mesa:

-¡Coma, mi amigo!


Se puso serio y aferrándose a la negativa me apartó la mano con firmeza.


-Pero ¿Por qué? -indagué ya molesto.


Clavó los ojos en el horizonte, su expresión se tornó adulta y con voz grave expresó:


- ¡Primera vez... que le robo a mi mama!



Publicado por el diario El Liberal el 15/04/07

http://compartiendoculturas.blogspot.com/2008/09/dante-cayetano-florentino.html

lunes, 25 de enero de 2010

EL RITO DE URKUPIÑA.

Al huir Kawillaka de Cuniraya, salto desde un acantilado a un lago donde quedó convertida en piedra. Dos rocas de formas humanas así lo atestiguaron.

El hecho de su petrificación convirtió a Kawillaka en una nueva Pachamama.


Entonces el dios Cuniraya Huiracocha ordenó a su hijo el Inca realizar un culto en honor a su amada, durante los días de agosto en que el calendario agrícola andino fija el tiempo para la preparación de la siembra.


El rito consistía en una carrera de “llamas cerreras” que eran arriadas por sus amos hasta la cúspide de una colina, posiblemente el actual Calvario de Urkupiña.





Este juego llegó a Cochabamba a través de los mitimaes durante el reinado del inca Huayna Cápac.


Se dice que los mayores devotos de la deidad Kawillaca eran los comunarios de Tapacarí, Ayopaya y Quillacollo, quienes llegaban hasta el cerro de Cota con sus mejores llamas cerreras para competir en honor a esta diosa de la fertilidad.


Cuando la llama más ágil y veloz llegaba a la punta del cerro, todos gritaban: ¡orkho paiña, orkho piña!: “Ya llegó al cerro, al cerro llegó”.


Luego entonces la llama triunfante era sacrificada en honor a estos dioses propiciadores.


Cuando llegaron los españoles a estas fértiles tierras, les fue muy difícil suplantar en el santoral católico el culto de la hermosa Kawillaka y a su niño engendrado por el fecundo dios Cuniraya Huiracocha.


Nota:

URKUPIÑA: Orqhopiña! ¡Orqhopiña! … significa.

¡Vengan a verla, ya está en el cerro, ya está en el cerro!Urqu s. Cerro, monte, montaña. adj. Macho de los animales.

Piñas s. adj. Cautivo, prisionero, preso.


Continuación de Cuniraya Wiraqocha y Kawillaka
http://compartiendoculturas.blogspot.com/2009/10/cuniraya-wiraqocha-y-kawillaka.html

http://compartiendoculturas.blogspot.com/2009/08/cuniraya-y-cahuillaca.html

http://compartiendoculturas.blogspot.com/2009/08/cuniraya-y-cahuillaca-continuacion.html



domingo, 24 de enero de 2010

AMANCAY


Quien da una flor de amancay está ofrendando su corazón”, decían los indios vuriloches.


Y a quien preguntara el porqué de esa creencia le contaban esta leyenda:


La tribu vivía cerca de Ten-Ten Mahuida, que hoy se conoce como cerro Tronador.

En aquel entonces, el hijo del cacique era un joven llamado Quintral.

No había muchacha en la región que no suspirara al mencionar sus actos de valentía, su físico vigoroso, su voz seductora.

Pero a Quintral no le interesaban los halagos femeninos. Él amaba a una joven humilde llamada Amancay, aunque estaba convencido de que su padre jamás lo dejaría desposarla.

Lo que el joven guerrero no imaginaba, es que Amancay también sentía por él un profundo amor, y no se animaba a decirlo porque pensaba que su pobreza la hacía indigna de un príncipe.

Tanto amor inconfesado encontraría pronto una dura prueba.

Sin aviso, se declaró en la tribu una epidemia de fiebre. Quienes caían víctimas de la enfermedad deliraban hasta la muerte, y nadie sabía cómo curarla.

Los que permanecían sanos pensaban que se trataba de malos espíritus y comenzaron a alejarse de la aldea.


En pocos días, Quintral también cayó.


El cacique, que velaba junto a su hijo despreciando el peligro del contagio, lo escuchó murmurar, en pleno delirio, un nombre: “Amancay…”


No le llevó mucho averiguar quién era, y saber del amor secreto que sentían el uno por el otro.


Decidido a buscar para su hijo cualquier cosa que le devolviera la salud, mandó a sus guerreros a traerla.


Pero Amancay ya no estaba en su casa. Se hallaba trepando penosamente el Ten-Ten Mahuida.


La “machi”, la hechicera del pueblo, le había dicho que el único remedio capaz de bajar esa fiebre era una infusión, hecha con una flor amarilla que crecía solitaria en lo alto de la montaña.


Lastimándose manos y rodillas, Amancay alcanzó finalmente la cumbre y vio la flor abierta al sol.


Apenas la arrancó, una sombra enorme cubrió el suelo. Levantó los ojos y vio un gran cóndor, que se posó junto a ella levantando un viento terrible a cada golpe de sus alas.


El ave le dijo con voz atronadora que él era el guardián de las cumbres y la acusó de tomar algo que pertenecía a los dioses.


Aterrada, Amancay le contó llorando lo que sucedía abajo, en el valle, donde Quintral agonizaba, y que aquella flor era su única esperanza.


El cóndor le dijo que la cura llegaría a Quintral sólo si ella accedía a entregar su propio corazón.


Amancay aceptó, porque no imaginaba un mundo donde Quintral no estuviera, y si tenía que entregar su vida a cambio, no le importaba.


Dejó que el cóndor la envolviera en sus alas y le arrancara el corazón con el pico.


En un suspiro donde se le iba la vida, Amancay pronunció el nombre de Quintral.


El cóndor tomó el corazón y la flor entre sus garras y se elevó, volando sobre el viento hasta la morada de los dioses.


Mientras volaba, la sangre que goteaba no sólo manchó la flor sino que cayó sobre los valles y montañas.


El cóndor pidió a los dioses la cura de aquella enfermedad, y que los hombres siempre recordaran el sacrificio de Amancay.


La “machi”, que aguardaba en su choza el regreso de la joven, mirando cada tanto hacia la montaña, supo que algo milagroso había pasado. Porque en un momento, las cumbres y valles se cubrieron de pequeñas flores amarillas moteadas de rojo.


De cada gota de sangre de Amancay nacía una pequeña planta, la misma que antes crecía solamente en la cumbre del Ten-Ten.


La hechicera salió al exterior, mirando con ojos asombrados el vuelo de un cóndor gigantesco, allá en lo alto. Y supo que los vuriloches tenían su cura.


Por eso, cuando los guerreros llegaron en busca de Amancay, les entregó un puñado de flores como única respuesta.


Bariloche (tergiversación de Vuriloche) proviene del mítico paso cordillerano utilizado por los nativos.


Este paso, ubicado al sur del volcán Tronador y oculto durante siglos, se convirtió en una fabulosa aventura de exploración para misioneros y conquistadores.


Acuarela realizada por Sonia Rivas