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lunes, 10 de mayo de 2010

PIEDRA MOVEDIZA DE TANDIL

Piedra Movediza, Tandil. Pcia. Buenos Aires.


Era en el principio de los tiempos. El sol y la luna eran marido y mujer: dos dioses gigantes, buenos y generosos.

El sol era el dueño de todo el calor y la fuerza del mundo, tanto era su poder que con solo extender los brazos la tierra se inundaba de luz y de sus dedos brotaba el calor a raudales.
Era el dueño absoluto de la vida y de la muerte.

Ella, la luna, era blanca y hermosa. Dueña de la sabiduría, el silencio, la paz y la dulzura. Ante su presencia todo se aquietaba.

Andando por la tierra crearon la llanura: una inmensa extensión que cubrieron de pastos y de flores para hacerla más bella.

Luego crearon las lagunas donde el sol y la luna se bañaban después de sus largos paseos. Pero los dioses se cansaron de estar solos: y poblaron de peces las aguas y de otros animales la tierra.
¡Qué felices eran viéndolos saltar y correr por su dominio!

Satisfechos de su obra decidieron regresar al cielo. Entonces pensaron que alguien debía cuidar esos preciosos campos y crearon a sus hijos, los hombres.

Muy tristes se pusieron los hombres cuando supieron que sus amados padres los dejarían. Entonces el sol les dijo:

Nada debéis temer, yo iluminaré las sombras de la noche y velaré vuestro descanso.

Así pasaron los días y las noches.

Era el tiempo feliz. Los indios se sentían protegidos y les bastaba con mirar al cielo para saber que ellos estaban siempre allí enviándoles sus maravillosos dones.

Y les ofrecían sus cantos y sus danzas.

Un día vieron que el sol empezaba a palidecer cada vez más, más y más...

¿Qué pasaba?

¿Qué cosa tan extraña hacía que su sonriente rostro dejara de sonreír?

Algo terrible que no podían explicarse, estaba sucediendo.

Pronto se dieron cuenta que un gigantesco puma alado, acosaba por la inmensidad de los cielos al bondadoso sol y el dios se debatía entre los zarpazos del terrible animal que quería destruirlo.

La gente no lo pensó más y se prepararon para defenderlo.

Los más valientes y hábiles guerreros se reunieron y empezaron a arrojar sus flechas al intruso que se atrevía a molestar al sol.

Una, dos, miles y miles, de flechas fueron arrojadas, pero no lograban destruir al puma, que por el contrario, cada vez se ponía más furioso.

Por fin uno dio en el blanco del animal, cayó atravesado por la flecha que entraba por el vientre y salía por el lomo. Sí, cayó pero no muerto y allí estaba extendido y rugiendo, estremeciendo la tierra con sus rugidos.

Tan enorme era que nadie se atrevía a acercarse y lo miraban asustados desde lejos. En tanto el sol se fue ocultando poco a poco, había recobrado su aspecto risueño. Los indios le miraban complacidos y él les acariciaba los rostros con la punta de sus tibios dedos.

El cielo se tiñó de rojo... se fue poniendo violeta... y poco a poco llegaron las sombras. Entonces salió la luna. Vio al puma allá abajo, tendido y rugiendo.

Compadecida quiso acabar con su agonía y empezó a arrojarle piedras para ultimarlo. Tantas y tan enormes que se fueron amontonando sobre el cuerpo hasta cubrirlo totalmente; sobre la llanura formando una sierra: la sierra de Tandil.

La última piedra que arrojó cayó sobre la punta de la flecha, que todavía asomaba y allí se quedó clavada.

Allí quedó enterrado, también, para siempre, el espíritu del mal, que según los indios no podía salir.

Pero cuando el sol paseaba por los cielos se estremecía de rabia siempre con el deseo de atacarlo otra vez.

Al moverse hacía oscilar la piedra suspendida en la punta de la flecha.



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