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lunes, 5 de enero de 2009

EL SOMBRERÓN


"La que me hizo esperar toda la vida
puede hacerme esperar toda la muerte,
pero vendrá a buscarme".

(Miguel Ángel Asturias)

(Fragmento) [/i]

La noche se quejaba de dolor de estrellas. En la ciudad el silencio caminaba de puntillas por las polvorientas calles. Todo callado. Nada de ruido. Nada de nada.

Por el barrio de la Parroquia vieja, sobre esas calles sin empedrar, pocas personas se atrevían a deambular. De pronto se escuchó el caminar pausado de unas mulas que anunciaban la llegada de alguien. A su paso el ladrar de los perros se convertía en llanto.

Se vislumbró la imagen de un carbonero pequeñísimo, vestido de negro y con un cinturón brillante, botines de charol y al hombro una guitarrita de cajeta. Sobre su cabeza, un enorme sombrero de alas anchas que casi lo ocultaban por completo.

El pequeño hombrecillo atravesó el atrio de la iglesia de Nuestra Señora de Candelaria, dobló por la Calle de la Amargura y se detuvo frente a un viejo palomar. En un poste torcido amarró a sus mulas y empezó a cantar:

Los luceros en el cielo
Caminan de dos en dos
Así caminan mis ojos
Cuando voy detrás de vos
Aquel atrevido que llevaba serenata a tan altas horas de la noche seguía cantando:
Eres palomita blanca
Como flor de limón,
Si no me das tu palabra
Me moriré de pasión.

Los vecinos del Barrio de la Candelaria empezaron a murmurar sobre el atrevido pretendiente que creían le cantaba a Nina, una hermosa joven de ojos verdegris chispeantes y cabellos largos color miel.

Caía la noche y las serenatas se repitieron, el misterioso enamorado seguía sembrando coplas en la puerta de la casa de Nina.

Te quiero más que a mis ojos
Más que a mis ojos te quiero
Pero quiero a mis ojos
porque mis ojos te vieron

Nina se conmovía profundamente con el canto de su pretendiente a quien nunca había visto, hasta que un día abrió su ventana y el pequeño enamorado pudo por fin entrar.

Todos querían conocer al hombre que cortejaba a Nina y una noche la vieja Matilde se acurrucó tras la ventana de su casa y pudo ver al pequeño carbonero de gran sombrero, con su patacho de mulas y su guitarra de cajeta entrando por la ventana de Nina.

-¡Jesús de las Misericordias nos ampare! ¡Es el mismísimo Sombrerón! Con razón está tan flaca la pobre.

Las vecinas corrieron a casa de la nía Chayo, mamá de Nina, para advertirle del peligro que corría su hija.

¡Ay, Dios mío! ¡Con razón está tan desmejorada!

-Llévesela de aquí nía Chayo, (le aconsejaban) porque el duende nunca la va a dejar en paz y menos ahora que Nina le hizo caso.

En efecto, se llevó a Nina del Barrio de la Candelaria y la internó en el convento de las Monjas Catarinas.

La primera noche que llegó El Sombrerón en busca de su amada y no la encontró se asustó tanto que regresó rápidamente por la misma calle y se perdió en una carrerita llena de angustia.

Mientras tanto, Nina rezaba ante el altar de Santa Catarina y soñaba con su joven enamorado.

Cuando entraba a su celda, después de cumplir con los oficios, escuchaba con claridad el taconeo de sus zapatitos y la miel de su voz inflamada de amor.

Sus enormes ojos se cubrían de amargura con la única esperanza de volver a escuchar el sutil canto de El Sombrerón.

Tras los grandes muros del convento, la hermosa morena de grandes ojos se fue apagando con lentitud hasta que en la noche de Santa Cecilia, en el mes de noviembre, se durmió para siempre.
Las madres Catarinas acongojadas la velaron en la capilla del Señor Sepultado y luego entregaron el cuerpo a la madre, la tamalera de la Calle de la Amargura.

La angustiada madre llevó el cadáver de su hija al barrio para el velorio. Muchos amigos se hicieron presentes para despedirse por última vez. Afuera la noche oscura, estaba tan helada que el viento se hacía astillas contra las ramas de los árboles del Cerro del Carmen.

En el reloj de la casa habían sonado ya las ocho de la noche, cuando por la Calle de la Parroquia, apareció un hombrecito con su guitarra y sus cuatro mulas. El Sombrerón corría por la Calle de la Amargura para llegar a la casa de su amada.

Gruesas lágrimas resbalaban por debajo de su anchísimo sombrero. Lágrimas de dolor que se pulverizaban en el silencio. El llanto se escuchaba por toda la casa y toda la gente empezó a llorar condolida por el sufrimiento de El Sombrerón.

Ay. Ay
Mañana cuando te vayas
Voy a salir al camino
Para llenarte el pañuelo
De lágrimas y suspiros

Ningún viejo recuerda ahora, en qué momento se apagó aquel llanto, pero aseguran que desde entonces todas las noches de Santa Cecilia, aparecen amarradas a un poste de luz, cuatro mulas cargadas con redes de carbón y en el cementerio se escucha una triste copla:

"Corazón de palo santo
ramo de limón florido
¿por qué dejas en el olvido
a quien te quiera tanto?"

Y es que se cuenta que El Sombrerón nunca olvida a las mujeres que ha querido.

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