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miércoles, 12 de marzo de 2008

LA MUJER EN LA CIVILIZACIÓN CHACO-SANTIAGUEÑA[1].


Conquista y la bien evolucionada Civilización Chaco-Santiagueña.
Investigando siempre sobre documentos arqueológicos que tan generosamente nos regalan los túmulos de Sgo del Estero y los que nos proporciona las Pcias circunvecinas, hemos podido conocer algunos peinados de la época y el cuidado que dedicaban al arreglo del cabello.
Un vaso antropomorfo que representa una mujer con los brazos en jarra nos da el Ej. de un peinado muy elegante que hoy en día no tendríamos a menos llevar. El se compone de una “banana” o rodete alargado y dos bucles que caen sobre la nuca.
Algunas estatuillas de la divinidad trinitaria que adoraban, muestran de una a tres trenzas y melena. Pero sus hermanas del NOA, les ganan con mucho en cuanto a peinados complicados. Allá los cabellos largos, divididos al medio, se levantan en alto, dando la sensación de mayor volumen a la cabeza y terminan
[1] Fich/lect: Olimpia Righetti: “Dos Conferencias Sobre el Imperio de las Llanuras Santiagueñas” BsAs 1942
2. antropo-ornito-ofídica. de forma: humana-pájaro-serpiente.
[3] René d`Harcourt.

El rol de la mujer es ciertamente importante, sino preponderante, podemos juzgar del hecho que, las estatuillas de la divinidad antropo-ornito-ofídica (2) son mucho más numerosas bajo la forma femenina que masculina.
Por otra parte, el trabajo tan complicado de la cerámica, que sorprende por la variedad de sus formas y encanta los ojos por la elegancia, la pureza y el sentido artístico de sus motivos simbólico-decorativos, es uno de los atributos de la mujer.
La impresión de sus dedos pequeños y fusiformes se encuentra constantemente en el modelado de las cerámicas o de las estilizaciones ofídicas muy usadas como las barretas en relieve, portadoras de cúpulas dejadas por las yemas de los dedos.
Esas impresiones provienen de dedos redondos, delgados y terminados por uñas redondeadas y poco salientes; la costumbre de dejar crecer las uñas como armas defensivas, no parece haber estado de moda, entre las morenas alfareras de manos livianas y ágiles de la prehistoria, que nos han dejado tantas pruebas de su habilidad en la fabricación de las más finas y delicadas alfarerías, modeladas todas con maestría, muchas de las cuales, deben considerarse como obras maestras del arte cerámico prehistórico.
Entre estas últimas se destacan las fusaiolas, provenientes de las excavaciones del subsuelo y de los túmulos de Sgo del Estero, de las cuales poseemos 6.000 ejemplares de todas las formas y dimensiones. La gran mayoría están grabadas o esculpidas en bajo relieve u ornadas con motivos simbólicos hechos por una sucesión de pequeñas impresiones practicadas en su superficie cuando la arcilla estaba aún fresca, antes de la cocción, o trabajadas con una punta aguda de bordes cortantes, que dejó trazos tan netos como los que hace un grabador sobre el metal.
No sabríamos admirar demasiado la precisión del trabajo y la seguridad de las manos que las hacían; es evidente que eso ha sido conseguido merced a una educación especial y a una gran práctica.
Estos pequeños instrumentos de terracota, llamados comúnmente torteros, fusaiolas por los arqueólogos y muyunas en lenguaje quichua, se colocaban en la base del huso para hilar. De este modo mantienen el impulso de los dedos de la hilandera y contribuyen a mantener la posición vertical del huso.
Vale decir que su función es práctica, en otras palabras, es un instrumento. Recalcamos con intención este hecho, porque en la Civilización Chaco-Santiagueña, este instrumento ha llegado a ocupar una posición importante y dentro del conjunto rico de cerámicas, se presenta como un objeto de lujo, en el que las alfareras prehistóricas parecen haber querido voltear toda su sensibilidad artística y su habilidad manual.
La infinita variedad de formas y decorados y el cuidado que ha presidido su fabricación, indican que servían para trabajos de hilandería muy fina.
El empleo del hilo delgado, parece haber sido común para la fabricación de telas de igual calidad. Esta aseveración está reforzada por la lógica de las conclusiones que surgen, de los documentos; pues, en razón del peso del tortero, está el espesor del hilo. Vale decir que un tortero chico debe producir hilos delgados. Y aquí viene lo interesante de esta verdad: en la magnífica colección que nuestro Museo posee, hay un porcentaje notable de torteros pequeños entre los cuales, algunos sólo alcanzan a pesar 1 gr.; 1,10 gr. Y tienen una circunferencia menor que la del anillo de un dedo de bebé. Los más comunes sólo pesan 9,30 gr.
Además, no debemos despreciar la elocuencia de los números. 6.000 torteros ¿no sugieren la idea de 6.000 mujeres entregadas al útil arte de hilar para cubrirse? Tomamos el número íntegro, porque si bien es cierto que una misma tejedora podía ser dueña de varios de estos instrumentos como ocurre en el Viejo Perú, no debemos olvidar que el tiempo, agente destructor, ha debido hacer perecer muchísimos más, y así las colecciones reunidas en nuestro Museo constituyen una parte ínfima del tesoro arqueológico que duerme en las entrañas de la Pcia. de Santiago del Estero.
No solamente los magníficos ornamentos de los torteros, el cuidado de su pulimentación, la prolijidad de su aspecto, la variación en su forma, las elegantes combinaciones en sus decorados, denuncian el refinamiento de aquellas hábiles artistas, alfareras y tejedoras, sino que también hay un hecho que resalta y hace pensar con admiración en sus gustos y costumbres; es el de haberse encontrado en las excavaciones que practica la Misión Arqueológica de Sgo del Estero, uno de estos torteros trabajado en una piedra semi-preciosa.
Las cerámicas chaco-santiagueñas, pintadas o grabadas caso sin excepción, indican que las telas que se hacían con aquellos hilos debían llevar también esos mismos dibujos, ya en colores o hechos en la trama, como ocurre con los tejidos encontrados en las tumbas peruanas.
Un tejido del Viejo Perú que forma parte de las colecciones del Museo de Santiago, hace ver el empleo de los motivos simbólicos-decorativos de esa Pcia.
El único fragmento de tela, milagrosamente conservado fue encontrado adherido al fondo de una urna funeraria. Es sumamente delgado y evidentemente se usó para el vestido. Su estudio practicado por René d`Harcourt, especialista en tejidos americanos, confirma lo que, el examen cuidadoso de los torteros sugería. “Presenta sobre una de sus caras, líneas paralelas de pequeñas riendas dobles incorporadas regularmente en la tela a distancias fijas. Todo el interés del análisis de tejido reside en la demostración del modo de la obtención de esas riendas...” “Por cada cm2, se cuentan 30 hilos de cadena más o menos, contra 23 hilos de trama...” “No he encontrado hasta ahora tejidos del (Viejo Perú ofreciendo iguales sistemáticas comparables a las descriptas. Se puede admitir una intención decorativa si el hilo de la trama, es de un color diferente del hilo de la cadena; en ese caso, siendo la trama casi invisible en las partes tejidas, el género presentaría un fondo de color liso sobre el cual se destacaban en claro o en oscuro, pequeñas líneas paralelas constituidas por las riendas”[3].
La descripción da una idea, clara sobre la técnica complicada y elegante, que es indicio de pueblos muy evolucionados y de cierto refinamiento.
Con esa tela fina, adornada con motivos tomados directamente de la alfarería, de un puco policromo, se ha vestido la mujer chaco-santiagueña.
Sus vestidos sencillos se componen de una especie de camisa larga que le llega a mitad de piernas y otra más corta que toca la altura de las rodillas.
Ya dijimos que estas joyas arqueológicas ennoblecidas y embellecidas por manos femeninas, llevan ornamentos de carácter simbólico-religioso.
Las agujas de hueso: para hacerlas, el material mismo parece haber sido ennoblecido por el hombre y por magia de algún procedimiento hoy desconocido, les dieron el aspecto del marfil. En ellas como en todas las piezas de esa vieja civilización, el arte y la fe aunados nos regalaron objetos que además de su belleza artística, son índice de un verdadero refinamiento en las costumbres y en el espíritu.
Un Ej. de esto lo das esas agujas cuyo fin era separar los hilos que enreda el continuo cruzar y descruzar de la tela.
En una de ellas, sobre su superficie finamente pulida, se ha dibujado un reticulado, que estiliza el cuerpo de la serpiente sagrada; en otra extiende zigzagueante su cuerpo ofídico. Así los objetos de uso práctico conservaban en su delicadeza, su carácter religioso.
“Vuestras lejanas abuelas americanas tenían el gusto y diremos refinamiento de trabajar sus finos tejidos...” Emilio R. Wagner.
Después de conocer estos detalles no está permitido seguir confundiendo la Civilización Chaco-Santiagueña con los grupos indígenas de la Conquista.
Para apreciar mejor esta diferencia veamos párrafos del cronista Diego Fernández, que se refieren a los indios que poblaban Sgo del Estero: “Andan los hombres atados por la cintura, con una cuerda llena de plumas de avestruces muy largas, que les llegan a las rodillas, con las que cubren sus vergüenzas, y otras plumas también por encima de los hombros que llegan hasta la cintura, de manera que su vestido, es de plumas. Cóbrense con unas mantas en que traen chaquiras de huesos de buitres. Las mujeres traen mantas de la cintura abajo y otra por debajo de un brazo y un nudo al hombro, a manera de las mujeres de Egipto.”
Nada más concluyente que la comparación de los documentos arqueológicos con los históricos.
Ya que el cronista Diego Fernández menciona las “chaquiras”, nombre que los españoles dieron a las cuentas para collar, bueno es conocer las que usaban las hijas de nuestra tierra en la prehistoria.
Las palas de la Misión Arqueológica dirigida por Wagner, han exhumado de los túmulos precolombianos, riquezas considerables de estas cuentas, que demuestran claramente la opulencia de aquella época. Muchas de ellas están trabajadas en nácar de los bivalvos perleros que antaño ofrecían para la codicia y el lujo, cuentas rosadas que sin duda debían ser bien apreciadas por los elegantes chaco-santiagueños.
Largos viajes debían emprender para conseguir objetos de adorno.
La turquesa, que en abundancia se usaba, tanto para collares como para adornos del vestido, proviene del Norte y de las costas chilenas y el Urosalpinx Rushi, Pilsbry, pequeño caracol marino que ensartado se llevaba en collares, habita las aguas del Atlántico.
Entre las “chaquiras de huesos de buitres”, que menciona el cronista, y las cuentas de nácar, turquesa y lapislázuli que fueron encontradas con tanta abundancia en los túmulos de Santiago, hay una considerable diferencia. Las primeras están al alcance del rústico cazador, las segundas exigen vencer muchos obstáculos para llegar a conseguirlas, y corresponde a un pueblo evolucionado, que las aprecia en gran parte por el valor que les confieren esas dificultades.
Sin olvidar las palabras del cronista, sigamos analizando los adornos, y veamos lo que dice Emilio, refiriéndose a un alfiler de hueso por él encontrado en los túmulos del Chaco Santiagueño, el que según toda probabilidad servía para prender las mantas que llevaban las mujeres de aquella lejana época. “Esta aguja fue obra multimileraria de cazador artista, que al ver deslizarse un cisne sobre las aguas de una laguna notó que el elegante ave dejaba tras de sí al nadar, una larga estela sobre el espejo de las aguas dormidas y compendió que había allí un motivo para hacer un alfiler para asegurar la manta de una persona querida, o tal vez adornar sus cabellos.
Con admirable paciencia y la ayuda de una astilla de silex cortante entre sus hábiles dedos, un fragmento de hueso cobró vida y se trasformo en el hermoso cisne[4]. Veamos los pequeños triángulos que acompañan el borde inferior de la aguja. Sobre el lado derecho, han sido llenados con líneas paralelas y sobre el otro costado estas se hallan reemplazadas por puntitos. Este ínfimo pormenor de rebuscamiento de variación en el decorado, pone en evidencia el extremo cuidado que presidido la confección de esta prenda. El conjunto es de una acabada perfección y si analizamos psicológicamente esta obra, nacen espontáneamente un romance y una historia: el romance del cazador artista, hábil y paciente, que llevaba un sueño de amor en la cabeza y destreza en las manos, que al ver deslizarse un cisne sobre las aguas tranquilas de una laguna del Chaco-Santiagueño, hizo el hermoso alfiler para la mujer que amaba: y el hallazgo del fino presente de amor, guardado celosamente por la tierra milenaria, que permite conocer por ese solo rasgo, la historia de la civilización de un pueblo amable y refinado.
No se puede pasar por alto tales hechos, sin faltar a nuestro más estricto deber de arqueólogos, ya que no consiste esta ciencia en el mero hecho de conocer y describir detalladamente los restos de pueblos desaparecidos, sino también en el de comprender lo que nos enseña la psicología que emana de aquellos y tratar de descubrir “el alma del pasado”. Sería un error figurarse que los vestigios arqueológicos están totalmente muertos. Ellos están impregnados de la vida de los pueblos que los han creado, y algo de esa vida perdura en el tiempo, a través de las vicisitudes de los acontecimientos, y así, aunque sea un tiesto, y al parecer insignificante, él ha formado parte de una pieza entera, salida de las manos de una hábil alfarera, cuyo soplo creador, para emplear una metáfora bíblica, le ha comunicado la vida y su pensamiento, destinándolo a desempeñar un papel activo en la civilización pasada. Al quebrarse en varios pedazos, aunque su alma se haya escapado por el intersticio dejado a propósito en la línea ritual que la circunscribe, como nos enseñan los sacerdotes de los indios Pueblos del Arizona, algo del espíritu inmortal ha quedado en los fragmentos cuidadosamente recogidos, hábilmente unidos y restaurados.
Por estas razones sencillas es que, atenerse únicamente al aspecto exterior de las piezas arqueológicas, sería incurrir en error y confusión.
Encontrar al lado del precioso alfiler del cisne nadando, otras agujas menos labradas y también algunas sumamente sencillas y lisas indica que el uso era general y que su belleza debía corresponder a las diferentes clases sociales que existían en esa civilización.
No se concibe una civilización sin diferencias de clases. Hay diferencias señaladas por obra de la inteligencia, el saber, las virtudes heredadas y la posición alcanzada por el trabajo. La comunidad es propia de los pueblos primitivos. La igualdad sólo puede y debe existir en los derechos emanados de la naturaleza humana.
La existencia de numerosos alfileres de este tipo nos advierte que era costumbre llevar mantas cruzadas y prendidas sobre el pecho como en el Perú y no con “un ñudo al hombro” como las mujeres encontradas en Santiago en la época de la Conquista.
Otro adorno, pero ya de carácter religioso, lo constituía la nariguera o nesem, la cual se hacía extensiva a los animales sagrados o totémicos, como el puma. En Santiago consiste en un cilindro pequeño de arcilla cocida y pintada que se atravesaba en el tabique nasal.
Ningún cronista de la Conquista, cuando habla de las costumbres de los individuos que poblaban el territorio santiagueño hace alusión a este adorno que hubiera llamado la atención. Sin duda, las viejas costumbres y usos del Imperio de las Llanuras no se transmitieron a las tribus de la Conquista, o sencillamente, sus costumbres desaparecieron con el arrasamiento de la barbarie. De sobrevivir la Civilización Chaco-Santiagueña hasta la Conquista, los cronistas hubieran guardado aún en sus cantos, sus danzas, sus cuentos, sus supersticiones, sus leyendas, sus industrias, sus costumbres, algo que nos evoque esa desaparecida civilización. Nada ha quedado que la recuerde o la vincule con los pueblos de la Conquista, más bien, todo la aleja y desliga, marcándose claramente la diferencia que existe entre los pueblos decadentes de la

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