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sábado, 24 de julio de 2010

EL GUARDIÁN DEL ARCO IRIS


El puente Bifröst unía el cielo con la tierra y terminaba bajo la sombra del poderoso árbol Yggdrasil, cerca del cual se encontraba el manantial que Mimir velaba, y el único inconveniente que evitaba el pleno disfrute del glorioso espectáculo era el temor a que los gigantes de hielo llegaran a usarlo para lograr acceder a Asgard.

Los dioses habían estado deliberando sobre la conveniencia de asignar un guardián fidedigno y vitorearon al nuevo recluta como alguien apropiado para cumplir con las onerosas obligaciones de su cargo.

Heimdall accedió con alegría a asumir la responsabilidad y desde entonces veló día y noche el sendero de arco iris que se adentraba en Asgard.

Para permitir que su vigilante detectara la aproximación de cualquier enemigo desde lejos, la asamblea de los dioses le concedió sentidos tan agudos que se dice que era capaz de oír crecer la hierba en las colinas y la lana en los lomo de las ovejas; de ver a cien millas de distancia tan claramente tanto de día como de noche, y con todo ello, necesitaba menos tiempo de sueño que un pájaro.

A Heimdall se le proporcionó además una reluciente espada y una maravillosa trompeta, llamada Gjallarhorn, la cual los dioses le ordenaron que hiciera sonar siempre que divisara la aproximación de sus enemigos, declarando que su sonido despertaría a todas las criaturas en el cielo, la tierra y Niflheim. Su último terrible sonido anunciaría la llegada del día en que la batalla final sería disputada.

Para tener este instrumento, que era un símbolo de la Luna creciente, siempre a mano, Heimdall o bien lo colgaba de una rama del Yggdrasil sobre su cabeza o lo sumergía en las aguas del manantial de Mimir. En este último lugar yacía junto al ojo de Odín, que era un símbolo de la Luna llena.

El palacio de Heimdall, llamado Himinbjorg, estaba situado en el punto más alto del puente, y allí le visitaban a menudo los dioses para beber del delicioso hidromiel con el que él los agasajaba.

Heimdall siempre era representado con una resplandeciente armadura blanca, por lo que era conocido como el dios brillante.

También era conocido como el dios delicado, inocente e indulgente, nombres que merecía, pues era tan bondadoso como hermoso y todos los dioses le amaban. Conectado por el lado de sus madres con el mar, a veces era relacionado con los Vanes y ya que los antiguos nórdicos, especialmente los islandeses a quienes el mar los rodeaba, les parecía el elemento más importante, creyendo que todo había emergido de allí. Le atribuían un conocimiento muy extenso y se lo imaginan especialmente sabio.

A Heimdall se le distinguía después por su dentadura de oro, que destellaba cuando él sonreía y se ganó el sobrenombre de Gullitani (el de los dientes de oro).

También era el orgulloso propietario de un veloz corcel de crines de oro llamado Gulltop, que le transportaba de acá para allá pero especialmente temprano por la mañana, a cuya hora, como heraldo del día, tenía el nombre de Heimdellinger.

viernes, 23 de julio de 2010

HEIMDALL, EL VIGILANTE DE LOS DIOSES.


En el transcurso de un paseo en la orilla del mar, Odín vio una vez a nueve bellas gigantas, las doncellas de las olas, Gialp, Greip, Egia, Augeia, Ulfrun, Aurgiafa, Sindur, Atla e Iarnsaxa, profundamente dormidas en las blancas arenas. El dios del cielo quedó tan prendado de las hermosas criaturas que, como relatan los Eddas, se desposó con las nueve y se combinaron, en el mismo momento, para traer al mundo un hijo que recibió el nombre de Heimdall.

Las nueve madres procedieron a alimentar a su bebé con la fuerza de la tierra, la humedad del amor y el calor del Sol, una dieta que demostró ser tan fortalecedora que el nuevo dios adquirió un crecimiento completo en un espacio de tiempo increíblemente corto y corrió a unirse a su padre en Asgard.

Encontró a los dioses observando con orgullo el arco iris del puente Bifröst, el cual acababan de construir con fuego, aire y agua, los tres materiales que aún pueden verse en este extenso arco, donde brillan los tres colores principales significativos de estos elementos: el rojo representando al fuego, el azul al aire y el verde a las frescas profundidades del mar.

jueves, 22 de julio de 2010

LA MONJA BLANCA



La flor nacional de Guatemala es la Monja Blanca (Lycaste virginalis), simboliza belleza, arte y paz.

Esta planta crece en otras plantas por lo cual se denomina epifita (epi-encima fitòn-planta). Es una orquídea y como tal tiene un pétalo transformado en el centro, el lávelo, que sirve de base para su polinización por los insectos.

Es hermafrodita, el fruto es una especie de cápsula, misma que contiene millones de semillas, las cuales necesitan un hongo determinado para germinar, motivo por el cual es muy escasa.

En Granados subsiste una de las narraciones orales de la región, la cual cuenta que en los primeros tiempos había un Gran Señor, dueño de cerros y valles que bajaba al pueblo una vez al año. Un día vio a una mujer muy hermosa de quien se enamoró.

El Gran Señor fue a la casa de la muchacha y la pidió como su mujer, a cambio dio como dote un cofre con mucho dinero. La mujer se fue a vivir con el Gran Señor, y como éste la quería tanto, siempre la complacía. Entonces, los padres de la muchacha se aprovecharon de él, pidiéndole cosas como plata, tierras, maíz y cacao. La muchacha de la vergüenza se enfermó porque veía la ambición de sus padres. Cuando los padres quisieron nuevamente aprovecharse de la bondad del Gran Señor y se fueron al cerro a su hija, no encontraron nada, sólo una gran luz entre los árboles; entonces comprendieron que esa luz era el espíritu de su hija.

Al verlos el Gran Señor que estaba, se ensañó con ellos y los convirtió en troncos de árbol. Después de llorar por muchos días a su mujer, el Gran Señor convirtió aquella luz hermosa en una flor blanca de inmensa belleza.

Así fue como nació la Monja Blanca, Flor Nacional, que adorna y perfuma los valles y montañas de la Verapaz.

miércoles, 21 de julio de 2010

LA FLOR DE LOTO




La flor de Loto ha sido símbolo de multitud de civilizaciones a lo largo de la historia de la Humanidad.

En la civilización egipcia tenía un gran significado, ya que de él emergían multitud de dioses como Ra, dios del Sol, al estar ligada la flor a la aparición y al ocaso del Sol, debido a que sólo está abierta por el día.

De ella también emergió el dios Nefertum, considerado el dios de los perfumes, al proporcionar un perfume sumamente agradable a los egipcios.

Según la mitología griega, una hermosa diosa huyó asustada al bosque y llegando a un lugar llamado Loto donde se hundió, llamado así por los supremos dioses destinado para los fracasados y perdedores en la vida.

La joven diosa luchó durante siglos y logró salir en forma de una hermosa flor, de largos pétalos.
Por ello, para los griegos significaba el triunfo después de haber luchado incansablemente en contra del fracaso.

La alternativa cristiana del loto es el lirio blanco, relacionado a María como reina de los cielos, y que significa tanto fertilidad como pureza.

Tradicionalmente, el Arcángel Gabriel lleva a la Virgen María el lirio de la Anunciación.

La flor del loto en la India simboliza divinidad, fertilidad, riqueza, conocimiento e ilustración, siendo actualmente su símbolo nacional.

Esta asociada con la diosa de la abundancia, Maha Lakshmi, quien provee prosperidad, pureza y generosidad. Simbolizando pureza, belleza y todo lo que es bueno.

A su vez fue venerada en el brahmanismo como "Madre de la creación", y hasta Brahma, soberano hindú de todos los dioses provenía de la flor del loto.

En el ámbito budista la flor que se alza sobre el agua es uno de los más antiguos símbolos, y de los más frecuentemente representados atributos de sus personajes humanos y celestiales.

El loto, que sirve como asiento o trono para Buda o los Budas, indica por ello un nacimiento divino.

En China con la dinastía Sung (s. X-XIII), surgió la costumbre de vendar los pies de las niñas entre los 4 y 9 años.

Los pies pequeños, “los pies de loto dorados” (llamados así por que el balanceo al caminar era similar al del loto mecido por el aire,) eran el mayor símbolo de belleza y perfección de una mujer.

Los pies de loto dorado no sólo eran una imagen de belleza sino de sensualidad, considerándose que el juego de la caricia de los pies femeninos formaba parte del erotismo chino.

El dolor y sufrimiento que pagaban las mujeres por la belleza las acompañaba toda la vida.

Las vendas no debían ser retiradas a riesgo del crecimiento indeseado salvo para la higiene, y las bellas cumplían con el lavado ritual en las aguas del santuario donde los dioses mitigarían sus dolores.

Nombre científico: Nymphaea Caerulea

martes, 20 de julio de 2010

EL AMIGO FIEL



Una mañana, la vieja rata de agua sacó la cabeza por su agujero.
Tenía unos ojos redondos muy vivarachos y unos tupidos bigotes grises. Su cola parecía un largo elástico negro.
Unos patitos nadaban en el estanque semejante a una bandada de canarios amarillos, y su madre, toda blanca con patas rojas, esforzábase en enseñarles a hundir la cabeza en el agua.
-No podréis ir nunca a la buena sociedad si no aprendéis a meter la cabeza -les decía.
Y les enseñaba de nuevo cómo tenían que hacerlo. Pero los patitos no prestaban ninguna atención a sus lecciones. Eran tan jóvenes que no sabían las ventajas que reporta la vida de sociedad.
-¡Qué criaturas más desobedientes! -exclamó la rata de agua-
¡Merecían ahogarse verdaderamente!
-¡No lo quiera Dios! -replicó la pata-. Todo tiene sus comienzos y nunca es demasiada la paciencia de los padres.
-¡Ah! No tengo la menor idea de los sentimientos paternos -dijo la rata de agua- No soy padre de familia. Jamás me he casado, ni he pensado en hacerlo. Indudablemente el amor es una buena cosa a su manera; pero la amistad vale más. Le aseguro que no conozco en el mundo nada más noble o más raro que una fiel amistad.
-Y, dígame, se lo ruego, ¿qué idea se forma usted de los deberes de un amigo fiel? -preguntó un pardillo verde que había escuchado la conversación posado sobre un sauce retorcido.
-Sí, eso es precisamente lo que quisiera yo saber -dijo la pata, y nadando hacia el extremo del estanque, hundió su cabeza en el agua para dar buen ejemplo a sus hijos.
-¡Necia pregunta! -gritó la rata de agua-. ¡Como es natural, entiendo por amigo fiel al que me demuestra fidelidad!
-¿Y qué hará usted en cambio? -dijo la avecilla columpiándose sobre una ramita plateada y moviendo sus alitas.
-No le comprendo a usted -respondió la rata de agua.
-Permitidme que les cuente una historia sobre el asunto -dijo el pardillo.
-¿Se refiere a mí esa historia? -preguntó la rata de agua- Si es así, la escucharé gustosa, porque a mí me vuelven loca los cuentos.
-Puede aplicarse a usted -respondió el pardillo.
Y abriendo las alas, se posó en la orilla del estanque y contó la historia del amigo fiel.
-Había una vez -empezó el pardillo- un honrado mozo llamado Hans.
-¿Era un hombre verdaderamente distinguido? -preguntó la rata de agua.
-No -respondió el pardillo-. No creo que fuese nada distinguido, excepto por su buen corazón y por su redonda cara morena y afable.
Vivía en una pobre casita de campo y todos los días trabajaba en su jardín.
En toda la comarca no había jardín tan hermoso como el suyo.
Crecían en él claveles, alelíes, capselas, saxifragas, así como rosas de Damasco y rosas amarillas, azafranadas, lilas y oro y alelíes rojos y blancos.
Y según los meses y por su orden florecían agavanzos y cardaminas, mejoranas y albahacas silvestres, velloritas e iris de Alemania, asfodelos y claveros.
Una flor sustituía a otra. Por lo cual había siempre cosas bonitas a la vista y olores agradables que respirar.
El pequeño Hans tenía muchos amigos, pero el más allegado a él era el gran Hugo, el molinero. Realmente, el rico molinero era tan allegado al pequeño Hans, que no visitaba nunca su jardín sin inclinarse sobre los macizos y coger un gran ramo de flores o un buen puñado de lechugas suculentas o sin llenarse los bolsillos de ciruelas y de cerezas, según la estación.
-Los amigos verdaderos lo comparten todo entre sí -acostumbraba decir el molinero.
Y el pequeño Hans asentía con la cabeza, sonriente, sintiéndose orgulloso de tener un amigo que pensaba tan noblemente.
Algunas veces, sin embargo, el vecindario encontraba raro que el rico molinero no diese nunca nada en cambio al pequeño Hans, aunque tuviera cien sacos de harina almacenados en su molino, seis vacas lecheras y un gran número de ganado lanar; pero Hans no se preocupó nunca por semejante cosa.
Nada le encantaba tanto como oír las bellas cosas que el molinero acostumbraba decir sobre la solidaridad de los verdaderos amigos.
Así, pues, el pequeño Hans cultivaba su jardín. En primavera, en verano y en otoño, sentíase muy feliz; pero cuando llegaba el invierno y no tenía ni frutos ni flores que llevar al mercado, padecía mucho frío y mucha hambre, acostándose con frecuencia sin haber comido más que unas peras secas y algunas nueces rancias.
Además, en invierno, encontrábase muy solo, porque el molinero no iba nunca a verle durante aquella estación.
-No está bien que vaya a ver al pequeño Hans mientras duren las nieves -decía muchas veces el molinero a su mujer-. Cuando las personas pasan apuros hay que dejarlas solas y no atormentarlas con visitas. Ésa es por lo menos mi opinión sobre la amistad, y estoy seguro de que es acertada. Por eso esperaré la primavera y entonces iré a verle; podrá darme un gran cesto de velloritas y eso le alegrará.
-Eres realmente solícito con los demás -le respondía su mujer, sentada en un cómodo sillón junto a un buen fuego de leña-. Resulta un verdadero placer oírte hablar de la amistad. Estoy segura de que el cura no diría sobre ella tan bellas cosas como tú, aunque viva en una casa de tres pisos y lleve un anillo de oro en el meñique.
-¿Y no podríamos invitar al pequeño Hans a venir aquí? -preguntaba el hijo del molinero- Si el pobre Hans pasa apuros, le daré la mitad de mi sopa y le enseñaré mis conejos blancos.
-¡Qué bobo eres! -exclamó el molinero-. Verdaderamente, no sé para qué sirve mandarte a la escuela. Parece que no aprendes nada. Si el pequeño Hans viniese aquí, ¡pardiez!, y viera nuestro buen fuego, nuestra excelente cena y nuestra gran barrica de vino tinto, podría sentir envidia. Y la envidia es una cosa terrible que estropea los mejores caracteres. Realmente, no podría yo sufrir que el carácter de Hans se estropeara. Soy su mejor amigo, velaré siempre por él y tendré buen cuidado de no exponerle a ninguna tentación. Además, si Hans viniese aquí, podría pedirme que le diese un poco de harina fiada, lo cual no puedo hacer. La harina es una cosa y la amistad es otra, y no deben confundirse. Esas dos palabras se escriben de un modo diferente y significan cosas muy distintas, como todo el mundo sabe.
-¡Qué bien hablas! -dijo la mujer del molinero sirviéndose un gran vaso de cerveza caliente. Me siento verdaderamente como adormecida, lo mismo que en la iglesia.
-Muchos obran bien -replicó el molinero-, pero pocos saben hablar bien, lo que prueba que hablar es, con mucho, la cosa más difícil, así como la más hermosa de las dos.
Y miró severamente por encima de la mesa a su hijo, que sintió tal vergüenza de sí mismo, que bajó la cabeza, se puso casi escarlata y empezó a llorar encima de su té.
¡Era tan joven, que bien pueden ustedes dispensarle!
-¿Ése es el final de la historia? -preguntó la rata de agua.
-Nada de eso -contestó el pardillo-. Ése es el comienzo.
-Entonces está usted muy atrasado con relación a su tiempo -repuso la rata de agua- Hoy día todo buen cuentista empieza por el final, prosigue por el comienzo y termina por la mitad. Es el nuevo método.
Lo he oído así de labios de un crítico que se paseaba alrededor del estanque con un joven. Trataba el asunto magistralmente y estoy segura de que tenía razón, porque llevaba unas gafas azules y era calvo; y cuando el joven le hacía alguna observación contestaba siempre: «¡Psé!» Pero continúe usted su historia, se lo ruego. Me agrada mucho el molinero. Yo también encierro toda clase de bellos sentimientos: por eso hay una gran simpatía entre él y yo.
-¡Bien! -dijo el pardillo brincando sobre sus dos patitas-. No bien pasó el invierno, en cuanto las velloritas empezaron a abrir sus estrellas amarillas pálidas, el molinero dijo a su mujer que iba a salir y visitar al pequeño Hans.
-¡Ah, qué buen corazón tienes! -le gritó su mujer-. Piensas siempre en los demás. No te olvides de llevar el cesto grande para traer las flores.
Entonces el molinero ató unas con otras las aspas del molino con una fuerte cadena de hierro y bajó la colina con la cesta al brazo.
-Buenos días, pequeño Hans -dijo el molinero.
-Buenos días -contestó Hans, apoyándose en su azadón y sonriendo con toda su boca.
-¿Cómo has pasado el invierno? -preguntó el molinero.
-¡Bien, bien! -repuso Hans- Muchas gracias por tu interés. He pasado mis malos ratos, pero ahora ha vuelto la primavera y me siento casi feliz... Además, mis flores van muy bien.
-Hemos hablado de ti con mucha frecuencia este invierno, Hans -prosiguió el molinero-, preguntándonos qué sería de ti.
-¡Qué amable eres! -dijo Hans-. Temí que me hubieras olvidado.
-Hans, me sorprende oírte hablar de ese modo -dijo el molinero-. La amistad no olvida nunca. Eso es lo que tiene de admirable, aunque me temo que no comprendas la poesía de la amistad... Y entre paréntesis, ¡qué bellas están tus velloritas!
-Sí, verdaderamente están muy bellas -dijo Hans-, y es para mí una gran suerte tener tantas. Voy a llevarlas al mercado, donde las venderé a la hija del burgomaestre y con ese dinero compraré otra vez mi carretilla.
-¿Qué comprarás otra vez tu carretilla? ¿Quieres decir entonces que la has vendido? Es un acto bien necio.
-Con toda seguridad, pero el hecho es -replicó Hans- que me vi obligado a ello. Como sabes, el invierno es una estación mala para mí y no tenía ningún dinero para comprar pan. Así es que vendí primero los botones de plata de mi traje de los domingos; luego vendí mi cadena de plata y después mi flauta. Por último vendí mi carretilla. Pero ahora voy a rescatarlo todo.
-Hans -dijo el molinero-, te daré mi carretilla. No está en muy buen estado. Uno de los lados se ha roto y están algo torcidos los radios de la rueda, pero a pesar de esto te la daré. Sé que es muy generoso por mi parte y a mucha gente le parecerá una locura que me desprenda de ella, pero yo no soy como el resto del mundo. Creo que la generosidad es la esencia de la amistad, y además, me he comprado una carretilla nueva. Sí, puedes estar tranquilo... Te daré mi carretilla.
-Gracias, eres muy generoso -dijo el pequeño Hans. Y su afable cara redonda resplandeció de placer-. Puedo arreglarla fácilmente porque tengo una tabla en mi casa.
-¡Una tabla! -exclamó el molinero-. ¡Muy bien! Eso es precisamente lo que necesito para la techumbre de mi granero. Hay una gran brecha y se me mojará todo el trigo si no la tapo. ¡Qué oportuno has estado! Realmente es de notar que una buena acción engendra otra siempre. Te he dado mi carretilla y ahora tú vas a darme tu tabla. Claro es que la carretilla vale mucho más que la tabla, pero la amistad sincera no repara nunca en esas cosas. Dame en seguida la tabla y hoy mismo me pondré a la obra para arreglar mi granero.
-¡Ya lo creo! -replicó el pequeño Hans.
Fue corriendo a su vivienda y sacó la tabla.
-No es una tabla muy grande -dijo el molinero examinándola- y me temo que una vez hecho el arreglo de la techumbre del granero no quedará madera suficiente para el arreglo de la carretilla, pero claro es que no tengo la culpa de eso... Y ahora, en vista de que te he dado mi carretilla, estoy seguro de que accederás a darme en cambio unas flores... Aquí tienes el cesto; procura llenarlo casi por completo.
-¿Casi por completo? -dijo el pequeño Hans, bastante afligido porque el cesto era de grandes dimensiones y comprendía que si lo llenaba, no tendría ya flores para llevar al mercado y estaba deseando rescatar sus botones de plata.
-A fe mía -respondió el molinero-, una vez que te doy mi carretilla no creí que fuese mucho pedirte unas cuantas flores. Podré estar equivocado, pero yo me figuré que la amistad, la verdadera amistad, estaba exenta de toda clase de egoísmo.
-Mi querido amigo, mi mejor amigo -protestó el pequeño Hans-, todas las flores de mi jardín están a tu disposición, porque me importa mucho más tu estimación que mis botones de plata.
Y corrió a coger las lindas velloritas y a llenar el cesto del molinero.
-¡Adiós, pequeño Hans! -dijo el molinero subiendo de nuevo la colina con su tabla al hombro y su gran cesto al brazo.
-¡Adiós! -dijo el pequeño Hans.
Y se puso a cavar alegremente: ¡estaba tan contento de tener una carretilla!
A la mañana siguiente, cuando estaba sujetando unas madreselvas sobre su puerta, oyó la voz del molinero que le llamaba desde el camino. Entonces saltó de su escalera y corriendo al final del jardín miró por encima del muro.
Era el molinero con un gran saco de harina a su espalda.
-Pequeño Hans -dijo el molinero-, ¿querrías llevarme este saco de harina al mercado?
-¡Oh, lo siento mucho! -dijo Hans-; pero verdaderamente me encuentro hoy ocupadísimo. Tengo que sujetar todas mis enredaderas, que regar todas mis flores y que segar todo el césped.
-¡Pardiez! -replicó el molinero-; creí que en consideración a que te he dado mi carretilla no te negarías a complacerme.
-¡Oh, si no me niego! -protestó el pequeño Hans-. Por nada del mundo dejaría yo de obrar como amigo tratándose de ti.
Y fue a coger su gorra y partió con el gran saco sobre el hombro.
Era un día muy caluroso y la carretera estaba terriblemente polvorienta. Antes de que Hans llegara al mojón que marcaba la sexta milla, hallábase tan fatigado que tuvo que sentarse a descansar. Sin embargo, no tardó mucho en continuar animosamente su camino, llegando por fin al mercado.
Después de esperar un rato, vendió el saco de harina a un buen precio y regresó a su casa de un tirón, porque temía encontrarse a algún salteador en el camino si se retrasaba mucho.
-¡Qué día más duro! -se dijo Hans al meterse en la cama- Pero me alegra mucho no haberme negado, porque el molinero es mi mejor amigo y, además, va a darme su carretilla.
A la mañana siguiente, muy temprano, el molinero llegó por el dinero de su saco de harina, pero el pequeño Hans estaba tan rendido, que no se había levantado aún de la cama.
-¡Palabra! -exclamó el molinero-. Eres muy perezoso. Cuando pienso que acabo de darte mi carretilla, creo que podrías trabajar con más ardor. La pereza es un gran vicio y no quisiera yo que ninguno de mis amigos fuera perezoso o apático. No creas que te hablo sin miramientos. Claro es que no te hablaría así si no fuese amigo tuyo.
Pero, ¿de qué serviría la amistad sino pudiera uno decir claramente lo que piensa? Todo el mundo puede decir cosas amables y esforzarse en ser agradable y en halagar, pero un amigo sincero dice cosas molestas y no teme causar pesadumbre. Por el contrario, si es un amigo verdadero, lo prefiere, porque sabe que así hace bien.
-Lo siento mucho -respondió el pequeño Hans, restregándose los ojos y quitándose el gorro de dormir-. Pero estaba tan rendido, que creía haberme acostado hace poco y escuchaba cantar a los pájaros. ¿No sabes que trabajo siempre mejor cuando he oído cantar a los pájaros?
-¡Bueno, tanto mejor! -replicó el molinero dándole una palmada en el hombro-; porque necesito que arregles la techumbre de mi granero.
El pequeño Hans tenía gran necesidad de ir a trabajar a su jardín porque hacía dos días que no regaba sus flores, pero no quiso decir que no al molinero, que era un buen amigo para él.
-¿Crees que no sería amistoso decirte que tengo que hacer? -preguntó con voz humilde y tímida.
-No creí nunca, a fe mía -contestó el molinero-, que fuese mucho pedirte, teniendo en cuenta que acabo de regalarte mi carretilla, pero claro es que lo haré yo mismo si te niegas.
-¡Oh, de ningún modo! -exclamó el pequeño Hans, saltando de su cama.
Se vistió y fue al granero.
Trabajó allí durante todo el día hasta el anochecer, y al ponerse el sol, vino el molinero a ver hasta dónde había llegado.
-¿Has tapado el boquete del techo, pequeño Hans? -gritó el molinero con tono alegre.
-Está casi terminado -respondió Hans, bajando de la, escalera.
-¡Ah! -dijo el molinero- No hay trabajo tan delicioso como el que se hace por otro.
-¡Es un encanto oírte hablar! -respondió el pequeño Hans, que descansaba secándose la frente- Es un encanto, pero temo no tener yo nunca ideas tan hermosas como tú.
-¡Oh, ya las tendrás! -dijo el molinero-; pero habrás de tomarte más trabajo. Por ahora no posees más que la práctica de la amistad. Algún día poseerás también la teoría.
-¿Crees eso de verdad? -preguntó el pequeño Hans.
-Indudablemente -contestó el molinero-. Pero ahora que has arreglado el techo, mejor harás en volverte a tu casa a descansar, pues mañana necesito que lleves mis carneros a la montaña.
El pobre Hans no se atrevió a protestar, y al día siguiente, al amanecer, el molinero condujo sus carneros hasta cerca de su casita y Hans se marchó con ellos a la montaña. Entre ir y volver se le fue el día, y cuando regresó estaba tan cansado, que se durmió en su silla y no se despertó hasta entrada la mañana.
-¡Qué tiempo más delicioso tendrá mi jardín! -se dijo, e iba a ponerse a trabajar; pero por un motivo u otro no tuvo tiempo de echar un vistazo a sus flores; llegaba su amigo el molinero y le mandaba muy lejos a recados o le pedía que fuese a ayudar en el molino. Algunas veces el pequeño Hans se apuraba grandemente al pensar que sus flores creerían que las había olvidado; pero se consolaba pensando que el molinero era su mejor amigo.
-Además -acostumbraba a decirse- va a darme su carretilla, lo cual es un acto de puro desprendimiento.
Y el pequeño Hans trabajaba para el molinero, y éste decía muchas cosas bellas sobre la amistad, cosas que Hans copiaba en su libro verde y que releía por la noche, pues era culto.
Ahora bien; sucedió que una noche, estando el pequeño Hans sentado junto al fuego, dieron un aldabonazo en la puerta.
La noche era negrísima. El viento soplaba y rugía en torno de la casa de un modo tan terrible, que Hans pensó al principio si sería el huracán el que sacudía la puerta.
Pero sonó un segundo golpe y después un tercero más violento que los otros.
-Será de algún pobre viajero -se dijo el pequeño Hans y corrió a la puerta.
El molinero estaba en el umbral con una linterna en una mano y un grueso garrote en la otra.
-Querido Hans -gritó el molinero-, me aflige un gran pesar, mi chico se ha caído de una escalera, hiriéndose. Voy a buscar al médico. Pero vive lejos de aquí y la noche es tan mala, que he pensado que fueses tú en mi lugar. Ya sabes que te doy mi carretilla. Por eso estaría muy bien que hicieses algo por mí en cambio.
-Seguramente -exclamó el pequeño Hans-; me alegra mucho que se te haya ocurrido venir. Iré en seguida. Pero debías dejarme tu linterna, porque la noche es tan oscura, que temo caer en alguna zanja.
-Lo siento muchísimo -respondió el molinero-, pero es mi linterna nueva y sería una gran pérdida que le ocurriese algo.
-¡Bueno, no hablemos más! Me pasaré sin ella -dijo el pequeño Hans.
Se puso su gran capa de pieles, su gorro encarnado de gran abrigo, se enrolló su tapabocas alrededor del cuello y partió.
¡Qué terrible tempestad se desencadenaba!
La noche era tan negra, que el pequeño Hans no veía apenas, y el viento tan fuerte, que le costaba gran trabajo andar.
Sin embargo, él era muy animoso, y después de caminar cerca de tres horas, llegó a casa del médico y llamó a su puerta.
-¿Quién es? -gritó el doctor, asomando la cabeza a la ventana de su habitación.
-¡El pequeño Hans, doctor!
-¿Y qué deseas, pequeño Hans?
-El hijo del molinero se ha caído de una escalera y se ha herido y es necesario que vaya usted en seguida.
-¡Muy bien! -replicó el doctor.
Enjaezó en el acto su caballo, se calzó sus grandes botas, y, cogiendo su linterna, bajó la escalera. Se dirigió a casa del molinero, llevando al pequeño Hans a pie, detrás de él.
Pero la tormenta arreció. Llovía a torrentes y el pequeño Hans no podía ni ver por dónde iba, ni seguir al caballo.
Finalmente, perdió su camino, estuvo vagando por el páramo, que era un paraje peligroso lleno de hoyos profundos, cayó en tino de ellos el pobre Hans y se ahogó.
A la mañana siguiente, unos pastores encontraron su cuerpo flotando en una gran charca y le llevaron a su casita.
Todo el mundo asistió al entierro del pequeño Hans porque era muy querido. Y el molinero figuró a la cabeza del duelo.
-Era yo su mejor amigo -decía el molinero-; justo es que ocupe el sitio de honor.
Así es que fue a la cabeza del cortejo con una larga capa negra; de cuando en cuando se enjugaba los ojos con un gran pañuelo de hierbas.
-El pequeño Hans representa ciertamente una gran pérdida para todos nosotros -dijo el hojalatero una vez terminados los funerales y cuando el acompañamiento estuvo cómodamente instalado en la posada, bebiendo vino dulce y comiendo buenos pasteles.
-Es una gran pérdida, sobre todo para mí -contestó el molinero-. A fe mía que fui lo bastante bueno para comprometerme a darle mi carretilla y ahora no se qué hacer de ella. Me estorba en casa, y está en tal mal estado, que si la vendiera no sacaría nada. Os aseguro que de aquí en adelante no daré nada a nadie. Se pagan siempre las consecuencias de haber sido generoso.
-Y es verdad -replicó la rata de agua después de una larga pausa.
-¡Bueno! Pues nada más -dijo el pardillo.
-¿Y qué fue del molinero? -dijo la rata de agua.
-¡Oh! No lo sé a punto fijo -contesto el pardillo y verdaderamente me da igual.
-Es evidente que el carácter de usted no es nada simpático -dijo la rata de agua.
-Temo que no haya usted comprendido la moraleja de la historia -replicó el pardillo.
-¿La qué? -gritó la rata de agua.
-La moraleja.
-¿Quiere eso decir que la historia tiene una moraleja?
-¡Claro que sí! -afirmó el pardillo.
-¡Caramba! -dijo la rata con tono iracundo- Podía usted habérmelo dicho antes de empezar. De ser así no le hubiera escuchado, con toda seguridad. Le hubiese dicho indudablemente: «¡Psé!», como el crítico. Pero aun estoy a tiempo de hacerlo.
Gritó su «¡Psé!» a toda voz, y dando un coletazo, se volvió a su agujero.
-¿Qué le parece a usted la rata de agua? -preguntó la pata, que llegó chapoteando algunos minutos después- Tiene muchas buenas cualidades, pero yo, por mi parte, tengo sentimientos de madre y no puedo ver a un solterón empedernido sin que se me salten las lágrimas.
-Temo haberle molestado -respondió el pardillo-. El hecho es que le he contado una historia que tiene su moraleja.
-¡Ah, eso es siempre una cosa peligrosísima! -dijo la pata.
-Y yo comparto su opinión en absoluto.

Oscar Wilde

lunes, 19 de julio de 2010

GIJER, El ARCO IRIS




Al sur de aquella gélida región, donde nacen heladas y cristalinas vertientes de entre escarpadas montañas; existe aún, una pequeña tribu tehuelche, que la puebla, la honra y la cuida desde hace siglos. Se los conoce como los hijos del Arco Iris.

Una leyenda narra, que al principio de los tiempos, la tribu carecía de un sabio que los guíe y les dé las respuestas que ellos en su vida necesitaban.

Sabiendo de la preocupación de la comunidad, el viejo hechicero les dijo que debían dirigirse al nacimiento del río, al momento justo en que sin haber caído las últimas gotas de lluvia, el sol pujara por asomar entre las nubes, y que allí, en ese momento, encontrarían a la hacedora de las palabras y los colores.

Durante varios soles y lunas, los más intrépidos escaladores de la tribu, fijaron rumbo a la cima de las montañas confiando en aquel vaticinio, y hasta soportaron una tormenta que ocultó una luna con todas sus estrellas.

Al mediodía siguiente, llegaron a la vertiente cuando las nubes comenzaban a dejarse llevar por los vientos y el sol anunciaba que abrasaría impiadosamente sus desnudos cuerpos. Su reflejo sobre el agua, insistía en cegarlos. Pero por fin, a la vera del río, la encontraron.

Como esperándolos, al verlos se puso de pie, y caminó hacia ellos. “Soy Gijer”, les dijo “mi casa estará, donde su comunidad, a partir de hoy. Mi padre así lo ha dicho.”

Durante los años que vivió en la tribu, jóvenes, viejos, hermanos de la región, supieron plantearles los más diversos conflictos, dudas, misterios de la naturaleza o simples preguntas; y a cada uno siempre supo brindarle una respuesta, clara y acertada.

Dicen los pobladores que junto a ella siempre se respiraba un aire fresco y renovador, su presencia tenía un aura brillante a su alrededor, y su pelo, al reflejo del sol, tornaba en infinitos colores. Su voz, la recuerdan siempre dulce, cálida y serena; tanto o más que su mirada.

Sus enseñanzas han pasado de generación en generación, llegando incluso hasta nuestros días, y tanto su origen como su partida, es uno de los misterios más celosamente guardado por los Tehuelches.

Dice la vieja leyenda que cuando uno tiene dudas, debe esperar a que brille el arco iris, pararse frente a él, formular la pregunta, cerrar los ojos, afinar los sentidos y con el corazón abierto esperar.

Y dicen que una voz, tenue, sutil pero con luz propia, coloreará de respuestas el corazón.

domingo, 18 de julio de 2010

EL HOMBRE PEZ DE LIÉRGANES



En una pequeña aldea cántabra, justo en el centro de un paseo llamado el paseo del hombre pez, se encuentra un monumento en el que se ve a unos pescadores que salvan a una persona de las redes, en el que pone lo siguiente:

- Francisco de la Vega Casar. Su proeza atravesando el océano de norte a sur de España, sino fue verdad, mereció serlo. Hoy su hazaña es recordada. Verdad o leyenda, Liérganes lo honra y le da así la inmortalidad.

Hacia 1674 un muchacho, Francisco de la Vega desaparece de Liérganes. Era pelirrojo y un gran nadador. Tomó las riendas del oficio paterno, la carpintería y se marchó a trabajar a Vizcaya.
Allí, una noche sería tragado por el mar, era la noche de San Juan.

Francisco desaparece y no se vuelve a saber nada de él.

Cinco años más tarde, en plena bahía de Cádiz, los pescadores pescaron con sus redes a un ser que parecía un hombre pez.

Este hombre no hablaba apenas, su cuerpo tenía escamas y sus manos parecían aletas.

A unos tres días de ser capturado el ser dijo su primera palabra: Liérganes.

Por aquel entonces Liérganes para esas personas no significaba nada pero un pescador dijo que Liérganes era una aldea de Cantabria y que él había estado allí.

No dudaron en ir hacia ese lugar. Nada más llegar el hombre pez se bajó de la carreta y se dirigió hacia una puerta. Llamó y de ella salió una mujer enlutada que no dudó en abrazarlo, eran madre e hijo. Francisco había sobrevivido y se había convertido en un hombre pez.

Se le practicaron exorcismos y rituales hasta que una noche, el hombre pez, cansado de tantas pruebas y de que lo miraran como a un demonio se dirigió al río de Liérganes, el río Miera, y se lanzó.

No se volvió a saber nada más de él.