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sábado, 19 de junio de 2010
TECUN UMAN
Rey Quiché que se enfrentó junto con su ejército a los conquistadores españoles en la batalla del Pinal, en cual resultó mortalmente herido por la espada de Don Pedro de Alvarado que le atravesó el pecho y según la leyenda el Quetzal que por ahí volaba cayó sobre el cuerpo sin vida del jefe indígena, con el pecho ensangrentado, desde entonces el ave nacional conserva el color rojo en su pecho.
Este personaje legendario es considerado héroe nacional de Guatemala y en su honor se han erigido varios monumentos.
Después de que los conquistadores sojuzgaron fácilmente algunos lugares del istmo de Tehuantepec y de haber dominado los señoríos de Soconusco, primera tierra que se incorporaría al reino de Guatemala, pasaron luego a tierras de la actual República de Guatemala habitada en su mayoría por los señoríos de origen tolteca: los quichés, cakchiqueles, tzutuhiles, etc. Como países organizados que eran y dueños de una avanzada cultura, opusieron una feroz resistencia al invasor.
Gobernaban el Quiché Oxib Quej y Belejep-Tzy, estos señores buscaron entablar una alianza con los otros señoríos, pero los odios provocados por las guerras continuadas entre ellos impidieron una alianza defensiva contra los hispanos.
Esta rebeldía ante el conquistador era una manifestación evidente de la noción clara que tenían los señoríos de su derecho de propiedad sobre la tierra que habitaban y la cual defendían con todos sus medios guerreros.
Siete grandes combates cruelmente sangrientos fueron necesarios para dominar al señorío de los quichés, quienes lanzaron sus huestes a los conquistadores, siendo capitaneadas muchas de ellas por el valiente príncipe y señor Tecún Umán.
El primer combate sangriento en tierras de Guatemala fue a orillas del río Tilapa, limítrofe entonces entre Suchitepéquez (Xuchiltepéquez) y Soconusco. De allí pasó a combatirse en Zapotitlán, en el mismo departamento de Suchitepéquez. Aunque las batallas eran sangrientas, los indios no se acobardaban ni ante la caballería, que causaba los máximos estragos ni ante la artillería, que a la mayoría de otros pueblos había aterrorizado.
La tercera gran batalla fue en la cuesta que sube a Quetzaltenango (hoy llamada de Santa María Jesús), en la cual, a pesar de la desventaja del terreno, lograron imponerse las fuerzas de Alvarado.
Los indios no desisten en su empeño de dominar a los españoles y aunque derrotados en la cuesta, preparan un nuevo ataque para cuando bajen los castellanos hacia las barrancas de Olintepeque, donde una poderosa escuadra bélica de seis mil indios del señorío quiché de Utatlán preparaba la cuarta batalla.
El príncipe Azumanché fue uno de los héroes y el capitán de las fuerzas quichés en ese combate tan sangriento en el que se tiñeron enrojecidas por la sangre las aguas del río Olintepeque, al cual llamaron Xequijel y que quiere decir "río de sangre".
La populosa Xelajú, que gobernaban diez príncipes, cada uno administraba sobre 8,000 indios, al saber el desastre de Xequijel, quedó deshabitada.
La dirección de la guerra pasó a Tecún Umán, príncipe del Quiché y se aprestaron a la última contienda en las llanuras de Quetzaltenango. Durante más de dos horas la suerte pareció indecisa. Entonces Pedro de Alvarado decidió que la caballería, al mando de don Pedro de Portocarrero y Juan de Chávez, atacara un ala del escuadrón de Tecún Umán que trataba de dividir en dos la infantería de Alvarado para cercar una parte y personalmente don Pedro atacó a la parte que iniciaba el movimiento envolvente.
Allí se hallaron frente a frente el gran guerrero quiché, Tecún Uman y el capitán invicto, Pedro de Alvarado.
Cuenta la leyenda que sobre el príncipe Tecún volaba, por arte de magia un Quetzal que lo protegía.
Tecún Umán atacó tres veces al capitán don Pedro y logró en una, darle muerte a su caballo, fue socorrido don Pedro con otro caballo y logró atravesar con su lanza el pecho de Tecún Umán, cayendo al instante el quetzal.
Al saberse la muerte de Tecún, los de Utatlán se enardecieron en la lucha; pero ante la inutilidad de sus esfuerzos, procuraron, en buen orden, retirarse a los montes. Cuando los españoles victoriosos regresaron a Quetzaltenango, sólo encontraron una ciudad desierta, sin víveres, ni utensilios.
viernes, 18 de junio de 2010
VIUDA DE LA RECTA DE CÁNEPA
A principio de siglo, una mujer que fue asesinada por su esposo, espeluznó por años a todo varón "mal entretenido".
Francisco Rodríguez, más conocido como el "Gordo del bar", era dueño del primero, único y último hotel de Cerrillos. "Hotel y Bar El Criollo", se llamaba el negocio de la década del veinte.
Tenía una cantina que atendía los 365 días del año hasta altas horas. Frente a la plaza, era el lugar preferido de los parroquianos. Allí disfrutaban, de unos vinos y de la música que salía de una "moderna" vitrola a cuerda primero, y luego, en tocadiscos que amenizaban la tarde-noche cerrillana, hasta fines de los 50.
El "Gordo del Bar", contaba que una noche de verano, pasada las 12, se avecinaba una fuerte tormenta. El viento azotaba los árboles y los relámpagos, iluminaban las primeras gotas. Fue en ese momento cuando llegó en su automóvil un viejo cliente vecino de La Merced.
"Recuerdo que los árboles -contaba Rodríguez- se mecían con furia, y los rayos cada vez estaban más cerca. Unos clientes permanecían en el negocio, iluminado con farol, cuando escuchamos que un auto frenaba en el negocio. De su interior salió un hombre que en dos o tres zancadas llegó hasta el bar, convencidos nosotros, que lo hacía para no mojarse con la tormenta que acababa de largarse con todo. Era Lobo.
"Entró corriendo -relataba Rodríguez- agitado y pálido. Estaba desencajado, y como pudo, se hizo entender para que le sirviera una bebida fuerte. Cognac me acuerdo que le serví.
Se sentó y cuando le pregunté si necesitaba algo me dijo: ¡la viuda! ¡La viuda!
Retrocedí, -continuó Rodríguez- esperando que se explique mejor.
Los parroquianos giraron sobre sus sillas, y atentamente, esperaron que hable, ansiosos, con los vasos de vino en la mano, paralizados a medio trayecto entre la mesa y la boca.
Después del cognac y de unos minutos, Lobo dijo, aún bastante espantado: ¡me ha salido la viuda de la recta de Cánepa!
-¿Como ha sido don Lobo? le espeté.
-Y bueno, yo venía de Salta y en medio de la recta vi una viejita de negro que caminaba para Cerrillos, al costado del camino. Me dio lástima verla a esa hora y con la lluvia que se avecinaba.
Me ofrecí acercarla hasta el pueblo. No me contestó, le insistí pues la lluvia se venía, por dos o tres veces, pensando que era medio sorda. Al no contestarme, no obstante mi insistencia, puse primera y salí rápido por temor a que el viento voltee alguna rama. Antes de San Miguel, sentí que algo venía en el estribo del auto, me di vuelta y vi un bulto negro, volví a mirar bien y un relámpago me dejó ver, casi de reojo, a la viejita que yo quería acercar hasta el pueblo. Venía agarrada del parante del auto, parada en el estribo derecho, casi a mi lado, y su cara, visible por la luz de los rayos, era una calavera. Me estremecí y aceleré -dijo Lobo-, a todo lo que da, y cuando llegue al pueblo la viuda ya no estaba.
¡Es la viuda de la recta! repetía Lobo, para agregar, que ya le habían contado que aparecía, pero que nunca había creído en esas cosas, pero desde entonces -contaba Rodríguez-
Lobo nunca más pasó después de las 12 de la noche".
Don Francisco Rodríguez murió el 5 de octubre de 1948 y en el negocio quedó su esposa, doña Cirila. Pasó el tiempo y en el "Bar de la Cirila", siempre alguien recta de la "Viuda de la recta de Cánepa".
Francisco Rodríguez, más conocido como el "Gordo del bar", era dueño del primero, único y último hotel de Cerrillos. "Hotel y Bar El Criollo", se llamaba el negocio de la década del veinte.
Tenía una cantina que atendía los 365 días del año hasta altas horas. Frente a la plaza, era el lugar preferido de los parroquianos. Allí disfrutaban, de unos vinos y de la música que salía de una "moderna" vitrola a cuerda primero, y luego, en tocadiscos que amenizaban la tarde-noche cerrillana, hasta fines de los 50.
El "Gordo del Bar", contaba que una noche de verano, pasada las 12, se avecinaba una fuerte tormenta. El viento azotaba los árboles y los relámpagos, iluminaban las primeras gotas. Fue en ese momento cuando llegó en su automóvil un viejo cliente vecino de La Merced.
"Recuerdo que los árboles -contaba Rodríguez- se mecían con furia, y los rayos cada vez estaban más cerca. Unos clientes permanecían en el negocio, iluminado con farol, cuando escuchamos que un auto frenaba en el negocio. De su interior salió un hombre que en dos o tres zancadas llegó hasta el bar, convencidos nosotros, que lo hacía para no mojarse con la tormenta que acababa de largarse con todo. Era Lobo.
"Entró corriendo -relataba Rodríguez- agitado y pálido. Estaba desencajado, y como pudo, se hizo entender para que le sirviera una bebida fuerte. Cognac me acuerdo que le serví.
Se sentó y cuando le pregunté si necesitaba algo me dijo: ¡la viuda! ¡La viuda!
Retrocedí, -continuó Rodríguez- esperando que se explique mejor.
Los parroquianos giraron sobre sus sillas, y atentamente, esperaron que hable, ansiosos, con los vasos de vino en la mano, paralizados a medio trayecto entre la mesa y la boca.
Después del cognac y de unos minutos, Lobo dijo, aún bastante espantado: ¡me ha salido la viuda de la recta de Cánepa!
-¿Como ha sido don Lobo? le espeté.
-Y bueno, yo venía de Salta y en medio de la recta vi una viejita de negro que caminaba para Cerrillos, al costado del camino. Me dio lástima verla a esa hora y con la lluvia que se avecinaba.
Me ofrecí acercarla hasta el pueblo. No me contestó, le insistí pues la lluvia se venía, por dos o tres veces, pensando que era medio sorda. Al no contestarme, no obstante mi insistencia, puse primera y salí rápido por temor a que el viento voltee alguna rama. Antes de San Miguel, sentí que algo venía en el estribo del auto, me di vuelta y vi un bulto negro, volví a mirar bien y un relámpago me dejó ver, casi de reojo, a la viejita que yo quería acercar hasta el pueblo. Venía agarrada del parante del auto, parada en el estribo derecho, casi a mi lado, y su cara, visible por la luz de los rayos, era una calavera. Me estremecí y aceleré -dijo Lobo-, a todo lo que da, y cuando llegue al pueblo la viuda ya no estaba.
¡Es la viuda de la recta! repetía Lobo, para agregar, que ya le habían contado que aparecía, pero que nunca había creído en esas cosas, pero desde entonces -contaba Rodríguez-
Lobo nunca más pasó después de las 12 de la noche".
Don Francisco Rodríguez murió el 5 de octubre de 1948 y en el negocio quedó su esposa, doña Cirila. Pasó el tiempo y en el "Bar de la Cirila", siempre alguien recta de la "Viuda de la recta de Cánepa".
jueves, 17 de junio de 2010
LA VIUDA DE AMBLAYO
En la misma peña en que la mataron se sentaba por horas a llorar.
En Amblayo la gente cuenta que a menudo se escuchaba su llanto.
Fortuny, estudioso del folklore, comenta que personalmente la escuchó llorar durante días, aunque agrega que le parecía un pájaro nocturno, sin identificar el ave. Otros, entre ellos don Sinforoso Arca, viejo poblador de esos pagos, ya fallecido, contaba a los empleados de la Comisión de Energía Atómica, que cuando niño, y se encontraba a cargo de una majada de cabras, había visto varias veces a la Viuda sentada en una peña, llorando lastimeramente por horas. La primera vez que la sintió, de curiosos don Sinforoso se acercó con su perro Negro hasta ella, pues de lejos le parecía que era su abuelita que solía sentarse en las peñas a hilar la lana mientras cuidaba del puma la majada de cabras y ovejas.
Cuando estuvo a metros del bulto, vio que no era su abuela, y que lloraba muy sentida. El perro comenzó a aullar, a no querer avanzar mientras le cruzaba el cuerpo para impedir que continúe caminando. Quieto ya, como a unos treinta metros -contaba don Sinforoso- "li'alcanzao a ver las manos, y li'visto q'eran de hueso pila, sin carne y con las uñas larguísimas".
Visto esto abandonó la majada lo más rápido que pudo y volvió corriendo y asustado hasta el rancho, para contra lo sucedido a sus mayores.
Espantados los padres salieron en búsqueda de la majada y se dieron que varios animales estaban muertos como si hubiesen sido estrangulados con afiladas garras.
Cuando vino el Cura para "las patronales", le contaron lo ocurrido y éste hizo que todos fueran en procesión hasta el lugar para bendecirlo.
Con los años don Sinforoso se enteró que un pastor había asesinado a su esposa en esa peña, por culpa de otra mujer.
miércoles, 16 de junio de 2010
LA VIUDA
En Santiago del Estero, Argentina, a la Viuda la describen como una mujer más bien joven, aparentemente bella, que cautiva a los hombres con una sonrisa que apenas asoma por el mantón que tapa su cara.
Les sugiere en la soledad, que la sigan hasta el monte con "inconfesables intenciones", donde les mostrará el lugar donde un tesoro se encuentra escondido.
En el trayecto, se transforma en un terrible ser que mata y descuartiza a su víctima, después de un abrazo que comienza tierno y cálido y termina siendo estrangulador y frío.
Nunca puede mostrar el tesoro -que le salvaría de la maldición- lo que hace que reitere el procedimiento destrozando siempre algún "ojo alegre" que nunca falta, aún en la soledad del campo chaqueño.
martes, 15 de junio de 2010
LA VIUDA
Una de las leyendas que describe Juan Carlos Dávalos y que reproduce Julio Díaz Usandivaras, en el libro "Folklore y tradición". Cuenta Dávalos lo que le narró un indio de este mito conocido en todo el valle de Lerma y en la ciudad.
"Una noche tormentosa y muy oscura, cuando yo era muchacho, el patrón me mandó a la Isla, con un recado urgente para don Nicolás Vallejos. La Isla es una finca, a legua y media de Salta, entre el Arias y el Arenales. Yo conocía bien el camino, que no era de coche, como ahora, sino una senda angosta que atravesaba pequeños bosques de tuscas y algarrobos, harto tupidos a trechos. El terreno es bajo y pantanoso y en algunas partes había que ser baqueano para no hundirse en los fangales.
Aunque nunca he sido flojo para las cosas de este mundo, no me sentía entonado para el del otro aquella noche, lo confieso. Así que a mitad del viaje, y en un punto en que más cerrado estaba el rnonte, al caer la senda en un bajío, puse el caballo al tranco y empuñé el cuchillo que lo llevaba en el guardamonte, colgado de la vaina.
Al acercarme a unos sauces llorones que están ahí todavía, de un costado del camino, donde principia la bajada, se me atravesó como sombra un perrazo negro. El caballo se avispó, bufó; y se pegó una tendida que casi me larga de hocico. Por serenarme mordí la hoja del cuchillo, la hice tincar en los dientes y me afirmé en el apero, tiritando... En esto ya sentí un bulto que me saltaba en las ancas y me echaba los brazos al cuello. El caballo entonces, mandó un par de patadas, se estremeció enterito y se echó a la furia como alma que se la lleva el diablo. Así salvé el pantano. Y apenas gané la opuesta banda, un alarido fiero y triste como llanto de mujer rajó la noche y se apagó en el monte...
Y fui a sujetar en la casa de don Vallejos. Tuvieron que bajarme del caballo. Me manaba del sofocón, sangre de las narices..."
Y dice Dávalos que no puede asegurar que sea una leyenda originaria de Salta o si es conocida también en otras zonas u otras regiones. Pero que en Salta se la menciona en los fogones en todo el valle de Lerma y en la ciudad.
Este mito también es conocido en otras provincias andinas, como Catamarca, La Rioja, Tucumán, Santiago del Estero, Córdoba. Y se ha popularizado tanto que ha dado motivo al dicho: "Te va a salir la viuda, o Tené cuidado, no te vaya a salir la viuda".
lunes, 14 de junio de 2010
VIENTO ZONDA. GILANCO
Agazapado en un roquedal calcinado por el sol de la siesta, en plena cordillera, Gilanco y sus bravos calchaquíes aguardan el paso de una tropilla de guanacos. Tres días y tres noches persiguiendo sin descanso al astuto y huidizo animal, han desarrollado en los hombres una ferocidad implacable.
No escaparán, dice Gilanco. Confía en el hábil manejo de las boleadoras, en su capacidad para esconderse y saltar ágilmente sorprendiendo a la presa sin darle tregua.
Alto y recio exponente de su raza, Gilanco no respeta las leyes de su tribu, ni los consejos de sus mayores: "Cazarás sólo los machos adultos, respetarás las hembras cargadas y sus crías. No salgas en el tiempo malo o acarrearás sobre la tribu la furia de Yastay”.
Muchos ancianos prudentes no aprueban su proceder. Sin embargo, los jóvenes siguen a Gilanco. Su incansable brazo nervudo, sus chuncas de puro tendón, tirantes como cuero sobado, constituyen el orgullo de la nueva generación.
Gilanco es como el tigre, goza acechando a sus presas, persiguiéndolas hasta ver su sangre convertida en río por el acostumbrado degüello. Hay algo de maligno en sus oscuros ojos cuando las ve palpitantes y temerosas, maniatadas e indefensas.
Trotando junto al despeñadero, la tropilla se acerca confiada.
Los cuerpos tensos, las boleadoras listas, los indios esperan el minuto preciso. Un grito, y el aire se agita cruzado por lazos que silban. Los guanacos trabados en sus rápidas patas, se desploman pesados en medio de un polvaredal rojizo.
Caen las gráciles bestias y ya está el indio degollando y sorbiendo, ávido, la sangre caliente de las víctimas. Horas de azarosa tarea, obligan al descanso. La sombra generosa de un algarrobo cobija a los cazadores que esperan el atardecer para iniciar el regreso.
En el silencio expectante de la siesta, el cansancio convoca al sueño.
Gilanco, perdida su mirada en la lejanía azul de los cerros, se deja mecer por la brisa.
Nunca supo cómo se presentó. Pero en el reverberar de los rayos, su figura se materializó después de un bronco rumor que sobresaltó al joven indio. Sólo él vio la cólera de sus ojos renegridos y pequeños y oyó su terrible voz: ¡Gilanco! Muchas lunas atrás predije el castigo que tu saña asesina acarreará sobre tu cabeza. Destruyes mis aves por placer y has provocado el enojo de Pachamama. Limítate a cazar para alimentar a los tuyos. Tus excesos serán castigados. No habrá más advertencias.
Gilanco enmudeció ante el dios y el corazón latió enloquecido.
Cuando Yastay, el protector de las aves, desapareció en una nube de polvo, no se atrevió a despertar a los suyos. Intuía que las palabras del dios debían permanecer en secreto.
Volvió la paz a los montes y quebradas. El miedo frenó al cazador. Anduvo mucho tiempo alejado de los quehaceres de su tribu.
El río lo vio pensativo mirando, sin ver, el curso de sus aguas. Pero, lentamente se fue desvaneciendo el recuerdo de aquel terrible encuentro. Sentía de nuevo la necesidad de probarse en la habilidad que lo distinguía y reanudó las largas jornadas de caza persiguiendo, incansable, sus presas hasta las altas cumbres.
Soberbio y cruel, convirtió su itinerario en una orgía de sangre y muerte.
Una tarde, cuando satisfecho observaba el traslado de las reses, sintió un rumor de pasos entre las peñas. Recordó las palabras de Yastay. Quiso huir pero una fuerza misteriosa lo clavó en el lugar y una voz de trueno sacudió la montaña.
Pachamama habló: ¡Gilanco! Tu crueldad y tu soberbia han despertado mi ira. La volveré contra los tuyos. Mis aves han sufrido demasiado. No tenías derecho a destruirlas. Tu castigo será ejemplo para aquellos que te imiten. En viento destructor convertiré tu fuerza para recordar a los hombres mis poderes.
A pesar de las inútiles promesas que tartamudeó el indio ante la diosa, un remolino de polvo y piedras nació en torno suyo. Brazos y piernas iniciaban una danza frenética y su cuerpo giraba enloquecido mientras se desplazaba en medio de una nube densa y rojiza.
Testigos de su transformación, los compañeros de Gilanco lo llamaron desesperados.
El torbellino se alejaba con fuerza incontenible por montes y quebradas. Un ulular incesante anunciaba el cálido vendaval que, recorriendo la tierra, cegaría pozos y cañadas, formaría médanos y páramos, alejando las aves y las bestias.
Por las tierras maldecidas, los indios andrajosos y hambrientos verían la destrucción y la muerte cada vez que repitieran las hazañas de Gilanco.
El viento Zonda había nacido.
domingo, 13 de junio de 2010
EL CHOM
Cuenta la leyenda que en Uxmal, una de las ciudades más importantes de El Mayab, vivió un rey al que le gustaban mucho las fiestas. Un día, se le ocurrió organizar un gran festejo en su palacio para honrar al Señor de la Vida, llamado Hunab ku, y agradecerle por todos los dones que había dado a su pueblo.
El rey de Uxmal ordenó con mucha anticipación los preparativos para la fiesta. Además invitó a príncipes, sacerdotes y guerreros de los reinos vecinos, seguró de que su festejo sería mejor que cualquier otro y que todos lo envidiarían después. Así, estuvo pendiente de que su palacio se adornara con las más raras flores, además de que se prepararan deliciosos platillos con carnes de venado y pavo del monte. Y no podía faltar el balché, un licor embriagante que encantaría a los invitados.
Por fin llegó el día de la fiesta. El rey de Uxmal se vistió con su traje de mayor lujo y se cubrió con finas joyas; luego, se asomó a la terraza de su palacio y desde allí contempló con satisfacción su ciudad, que se veía más bella que nunca. Entonces se le ocurrió que ese era un buen lugar para que la comida fuera servida, pues desde allí todos los invitados podrían contemplar su reino. El rey de Uxmal ordenó a sus sirvientes que llevaran mesas hasta la terraza y las adornaran con flores y palmas. Mientras tanto, fue a recibir a sus invitados, que usaban sus mejores trajes para la ocasión.
Los sirvientes tuvieron listas las mesas rápidamente, pues sabían que el rey estaba ansioso por ofrecer la comida a los presentes.
Cuando todo quedó acomodado de la manera más bonita, dejaron sola la comida y entraron al palacio para llamar a los invitados.
Ese fue un gran error, porque no se dieron cuenta de que sobre la terraza del palacio volaban unos zopilotes, o chom, como se les llama en lengua maya.
En ese entonces, estos pájaros tenían plumaje de colores y elegantes rizos en la cabeza. Además, eran muy tragones y al ver tanta comida se les antojó. Por eso estuvieron un rato dando vueltas alrededor de la terraza y al ver que la comida se quedó sola, los chom volaron hasta la terraza y en unos minutos se la comieron toda.
Justo en ese momento, el rey de Uxmal salió a la terraza junto con sus invitados. El monarca se puso pálido al ver a los pájaros saborearse el banquete.
Enojadísimo, el rey gritó a sus flecheros:
— ¡Maten a esos pájaros de inmediato!
Al oír las palabras del rey, los chom escaparon a toda prisa; volaron tan alto que ni una sola flecha los alcanzó.
— ¡Esto no se puede quedar así! —Gritó el rey de Uxmal— Los chom deben ser castigados.
—No se preocupe, majestad; pronto hallaremos la forma de cobrar esta ofensa —contestó muy serio uno de los sacerdotes, mientras recogía algunas plumas de zopilote que habían caído al suelo.
Los hombres más sabios se encerraron en el templo; luego de discutir un rato, a uno de ellos se le ocurrió cómo castigarlos. Entonces, tomó las plumas de chom y las puso en un bracero para quemarlas; poco a poco, las plumas perdieron su color hasta volverse negras y opacas.
Después, uno de los sacerdotes las molió hasta convertirlas en un polvo negro muy fino, que echó en una vasija con agua. Pronto, el agua se volvió un caldo negro y espeso. Una vez que estuvo listo, los sacerdotes salieron del templo.
Uno de ellos buscó a los sirvientes y les dijo:
—Lleven comida a la terraza del palacio, la necesitamos para atraer a los zopilotes.
La orden fue obedecida de inmediato y pronto hubo una mesa llena de platillos y muchos chom que volaban alrededor de ella.
Como el día de la fiesta todo les había salido muy bien, no lo pensaron dos veces y bajaron a la terraza para disfrutar de otro banquete.
Pero no contaban con que esta vez los hombres se escondieron en la terraza; apenas habían puesto las patas sobre la mesa, cuando dos sacerdotes salieron de repente y lanzaron el caldo negro sobre los chom, mientras repetían unas palabras extrañas.
Uno de ellos alzó la voz y dijo:
—No lograrán huir del castigo que merecen por ofender al rey de Uxmal. Robaron la comida de la fiesta de Hunab ku, el Señor que nos da la vida, y por eso jamás probarán de nuevo alimentos tan exquisitos. A partir de hoy estarán condenados a comer basura y animales muertos, sólo de eso se alimentarán.
Al oír esas palabras y sentir sus plumas mojadas, los chom quisieron escapar volando muy alto, con la esperanza de que el sol les secara las plumas y acabara con la maldición, pero se le acercaron tanto, que sus rayos les quemaron las plumas de la cabeza.
Cuando los chom sintieron la cabeza caliente, bajaron de uno en uno a la tierra; pero al verse, su sorpresa fue muy grande. Sus plumas ya no eran de colores, sino negras y resecas, porque así las había vuelto el caldo que les aventaron los sacerdotes. Además, su cabeza quedó pelona. Desde entonces, los chom vuelan lo más alto que pueden, para que los demás no los vean y se burlen al verlos tan cambiados.
Sólo bajan cuando tienen hambre, a buscar su alimento entre la basura, tal como dijeron los sacerdotes.