Pintura, Serie, Loja
Autor: Christian Stephen Pintura y Diseño
(Ecuador)
Tecnica: Oleo sobre tabla
Año: 2005
Dimension: 22x30
Juan Pedro era un niño de once años que había quedado huérfano debido a que sus padres murieron en un accidente cuando él tenía pocos meses de nacido. Lo recogió su abuela materna doña Micaela una pobre mujer viuda que vivía sola y se mantenía vendiendo "chanfaina", apetitosa comida que preparaba con las menudencias del cerdo, o sea las tripas, el corazón, etc, todo lo cual lavaba bien y luego cocinaba y cortaba en pedacitos que aderezaba con sal, pimienta, ajo molido, cebolla picada, orégano y manteca de color, para finalmente revolver con arroz y papas cocidos.
Doña Mica, como la gente llamaba con cariño a la buena anciana, era todo un personaje en el apartado barrio en que vivía, desde las cuatro de la tarde comenzaba su recorrido, de puerta en puerta, vendiendo la sabrosa mercancía y a su lado siempre está Juan Pedro llevando el canasto con las hojas de achira que servían para el expendio de la fritura de doña Mica portaba en una gran cazuela que asentaba sobre la tiznada rosca de tela que llevaba sobre su cabeza.
Pero ése era solamente uno de los oficios del muchacho, pues muy de madrugada debía ir a comprar el mondongo o menudencias donde los peladores de cerdos, y luego de cumplir aquella tarea y de tomar su desayuno marchaba a la escuela, de donde retornaba al medio día para el almuerzo y entonces encontraba atareada en la cocina después de que había regresado del río con la batea llena de tripas bien lavaditas y que a la sazón estaban cocinándose en las grandes ollas de barro que la anciana tenía dispuestas para el efecto.
Después del almuerzo Juan Pedro regresaba a la escuela y ella se ponía a preparar la chanfaina, de modo que cuando el muchacho retornaba de la segunda sesión escolar, todo estaba listo para salir con la abuela a vender la fritura.
El barrio en que vivía doña Micaela era un barrio humilde donde a veces se refugiaba la gente del hampa para echarse un trago en algunas de las cantinas de ese lugar. Por eso doña Micaela acostumbraba cerrar sus puertas tan pronto regresaba de su recorrido, que generalmente era cuando ya empezaba a obscurecer. Al muchacho le servía como cena algún refrigerio que ella también lo tomaba acompañado de caliente café negro; luego lavaba los trastos ocupados en la confección de la chanfaina, mientras Juan Pedro se dedicaba a sus tareas escolares; y cuando ambos había cumplido esos menesteres, rezaban el rosario y se acostaban a dormir cansados de la faena del día.
Así transcurrieron los años de la infancia de Juan Pedro, pero pronto llegó la adolescencia con sus tentaciones y peligros y el rato menos pensado el muchacho se encontró metido en un torbellino de pasiones.
El sueño que antes llegaba tan tempranamente a sus ojos, comenzó a serle esquivo y se pasaba horas pensando en lo que le comentaban sus compañeros del centro artesanal al que empezó a concurrir una vez terminada la instrucción primaria.
No lo ponga al colegio había dicho a su abuela el Dr. Arriaga, su padrino, agregando: Con seis años de instrucción secundaria no saca nada porque el título de Bachiller no le sirve para ganarse la vida. En cambio tres años en una academia artesanal lo capacitan para aprender un oficio y comenzar a trabajar de inmediato, ayudándola a usted que tal vez dentro de algunos años ya no estará en capacidad de seguir trabajando como lo hace ahora.
Así mismo es, mi doctorcito había contestado la abuela. Y el chico fue a parar al único centro artesanal que había en el lugar y en el cual se enseñaban diversos oficios tales como carpintería, mecánica, sastrería, etc.
Juan Pedro optó por la mecánica, pero entre sus compañeros se encontró con unos muchachotes de 15, 16 y hasta 18 años de edad, quienes ya trabajaban de ayudantes durante sus horas libres en diversos talleres particulares y con el dinero que ganaban iban por las noches a las cantinas para jugar naipes, fumar y hasta tomar algunos tragos.
Esto se lo contaban a Juan Pedro en la academia artesanal, haciendo alarde de hombría y hasta lo invitaban al muchacho para que los acompañara, pero como él no disponía de dinero ni podía dejar de ayudar a su abuela durante sus horas libres, por la noche se le quitaba el sueño pensando y cavilando sobre la manera de conseguir fondos para él también ir con sus compañeros a las cantinas.
Cierta noche encontró una pequeña solución: Me haré quedar una parte del dinero del mondongo se dijo y al día siguiente pidió al pelador de chanchos que le diera menos de lo convenido. Este se sorprendió y preguntó al muchacho:
¿Qué pasa Hombre? ¿Acaso está malo el negocio?
Así es ayer se perdió un poco de chanfaina que la gente no quiso comprar.
Qué lástima pensó el buen hombre y luego murmuró en voz alta:
No sé lo que estará ocurriendo ahora, pero la verdad es que siempre la chanfaina le ha faltado a doña Mica antes que sobrarle. ¡Si es para chuparse los dedos muchacho!
No sé señor contestó Juan Pedro bajando los ojos para ocultar su mentira y cortando la conversación pidió que le despachara pronto arguyendo que se atrasaba a la academia.
Está bien dijo el buen hombre aquí está lo que me has pedido.
Ese fue el comienzo. Aquella noche, luego de la rutinaria tarea, la abuela apagó la luz y se quedó profundamente dormida. Ella siempre decía que el primer sueño era el mejor "porque el cuerpo cae rendido" y eso aprovechó el muchacho para levantarse sigilosamente e ir a la cantina en donde lo esperaban sus amigos.
¡Vaya Juan Pedro! ¿Por fin te liberaste de las polleras de tu abuela...? le dijo groseramente el más viejo de todos apenas lo vio llegar.
Los otros festejaron con risotadas el pesado chiste y enseguida entro Juan Pedro al juego de cartas y a las libaciones en su honor, con lo cual lo comprometieron más para que gastara el dinero que había llevado y que no era mucho por cierto.
Transcurrió un tiempo en ese estado de cosas. La abuela notaba que Juan le llevaba cada vez menor cantidad de mondongo, pero el muchacho se disculpaba diciendo que había subido el precio y por eso tenía que comprar menos. Más llegó un momento en que acosado por las deudas de apuestas hechas con sus amigos, tubo que pensar en otra manera de hacer dinero.
Había oído contar en alguna ocasión, que "el mondongo del cristiano era igual al del cerdo" y allí encontró una fatídica solución. Esa noche, en vez de ir a la cantina, se fue al cementerio en busca de un muerto que había sido enterrado esa tarde.
Al principio tuvo miedo y estuvo a punto de abandonar de abandonar su macabro plan, pero acordándose de que no había otra manera de solucionar su problema de deudas y hasta de honor frente a los amigos que lo extorsionaban se armó de valor y se arriesgó a cumplir su propósito.
No le fue difícil retirar la tierra recién amontonada sobre el pobre cajón de madera que guardaba el cadáver, ni tampoco levantar la tapa con la punta que había llevado y que le sirvió también para partir el abdomen del muerto y sacarle todo el mondongo que luego guardó en la misma bolsa encauchada que acostumbraba llevar al camal con igual finalidad.
Sin embargo sentía que un sudor frío le corría por la frente y un intenso escalofrío sacudía todo su cuerpo. Hubo un momento en que estuvo a punto de desfallecer a causa del miedo y la repugnancia que esa horrible tarea le producía, pero alcanzó a colocar nuevamente la tapa del ataúd, encima la tierra y luego echó a correr como un loco hasta llegar a su casa, en donde escondió la bolsa cerca de su cama y se acostó a dormir rendido por el cansancio y la fatiga.
Largo tiempo permaneció sin poder conciliar el sueño, pero al fin se quedó dormido.
Pocos momentos después, y como viniendo de muy lejos, empezó a escuchar una voz cavernosa que decía:
¡Devuélveme mis tripas...! ¡Devuélveme mis tripas...!
El corazón casi se le paraliza de espanto. Pero se tranquilizó a si mismo diciendo que era algo lejano e irreal. Mas, pasados unos minutos, volvió a escuchar la misma voz, ahora ya más clara y más cercana, que decía:
Ya estoy llegando a tu casa... ¡Devuélveme mis tripas...!
¿Qué es esto...? se dijo el muchacho y agregó:
No puede ser. Debo estar oyendo mal.
Pero la voz se iba acercando más y esta vez le gritaba.
¡Ya estoy en tu puerta...! ¡Devuélveme mis tripas...!
Juan Pedro se envolvió la cabeza con las cobijas y se hizo un ovillo en la cama. Pero entonces sintió que alguien se lanzaba sobre él, al mismo tiempo que mascullaba con odio y rencor.
¡Ya estoy aquí, infeliz! ¡Devuélveme mis tripas...! ¡Devuélveme mis tripas...! ¡Devuélveme mis triiiiipas...!
El muchacho dio un salto en la cama y se despertó mascando espuma.
Había sido una horrible pesadilla. Pero Juan Pedro no pudo sobrevivir sino contadas horas para narrar lo sucedido, ya que después fue víctima de un ataque cerebral que lo condujo a la muerte.
Prefiero llorarlo así antes que en una cárcel decía su abuela mientras que un río de lágrimas recorría los surcos de sus arrugadas mejillas.
El pueblo quedó horrorizado de semejante suceso y no quiso en mucho tiempo, volver a probar la apetitosa chanfaina que, por otro lado, ya no volvió a prepararla doña Mica, quien murió como una santa en un asilo de ancianos donde pasó el resto de su vida besando y pidiendo perdón por un crimen que ella no había cometido.
Fuente: Loja de Ayer; Relatos, Cuentos y Tradiciones de Teresa Mora de Valdivieso.
Loja, Ecuador
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Imagen:
10000artistas.com