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sábado, 21 de febrero de 2009

LA PINCOYA


Huenchula era la esposa del rey del Mar. Vivía con él desde hacía un año.

Acababa de tener una hija, y quería llevarla a casa de sus abuelos, en tierra firme.

Iba recargada, porque además de su bebé traía muchos regalos.

Su esposo, el Millalobo, los enviaba para sus suegros. Era una disculpa por haber raptado a su hija.
Huenchula tocó a la puerta de la cabaña. Desde que le abrieron, hubo un alboroto de alegría. Palabras superpuestas a los abrazos. Risas lagrimeadas. Frases interrumpidas.

Los abuelos quisieron conocer a su nieta. Pero estaba cubierta con mantas.
Huenchula les describió cada una de sus gracias. Les hizo escuchar sus ruiditos. No los dejó verla.

Sobre su hija no podían posarse los ojos de ningún mortal.

Los abuelos entendieron. Esta nieta no era un bebé cualquiera. Era la hija del rey Mar. Por lo tanto, tenía carácter mágico y la magia tiene leyes estrictas.

Pero cuando su hija salió a buscar los regalos y los dejó solos con el bebé, por un ratito nomás, los viejitos se tentaron.

Se acercaron a la lapa que servía de cuna de su nieta y levantaron apenas la puntita de las mantas para espiar. Total, ¿qué podía tener de malo una miradita?

La beba era como el mar en un día de sol. Era un canto a la alegría.
No querían taparla de nuevo, ni sacarla de su vista. En eso regresó Huenchula, vio a su hija y gritó.

Bajo la mirada de sus abuelos la pequeña se había ido disolviendo, convirtiéndose en agua clara.

Huenchula se llevó en la lapa las mantas, y a su bebé de agüita.

Se fue llorando a la orilla.

En el mar volcó despacio lo que traía. Luego se zambulló y nadó entre lágrimas y olas hasta donde estaba su marido, que la esperaba calmo y profundamente amoroso.

El Millalobo la tranquilizó.

— ¿Por qué no miras hacia atrás?

Ahí estaba la Pincoya, su hija. El mar la había hecho crecer de golpe.
Era una adolescente de cabellos dorados, con el mismo encanto de un bebé estrenando el mundo.

Desde entonces, la Pincoya habita el mar, con su apariencia adolescente y bonita.

Es un espíritu benigno.

Cuando una barca de pescadores es atrapada en una tormenta, la que apacigua los ánimos es la Pincoya.

Cuando hay problemas lejos de la costa, la que ayuda a encontrar el rumbo es la Pincoya.

Cuando alguien naufraga, lo rescata la Pincoya.

Acompañada de sus dos hermanos, la Sirena y el Pincoy, se asegura de que los náufragos regresen a sus hogares con vida.

Pero a veces, hasta ellos tres llegan tarde.

Entonces, toman los cuerpos sin vida y los llevan suavemente hasta el Caleuche, el buque fantasma habitado por los hombres que nunca abandonarán el mar.

Las noches de luna llena, son noches de promesa.

La Pincoya, vestida de algas, baila en la orilla.

Si baila de espaldas al mar, habrá escasez de pesca.

Si baila frente al mar, habrá abundancia de peces y mariscos.

Y si alguien tiene la suerte de verla bailar, esa persona tendrá magia en su vida.


http://compartiendoculturas.blogspot.com/2010/09/la-huenchur.html
http://compartiendoculturas.blogspot.com/2009/09/el-millalobo.html
http://compartiendoculturas.blogspot.com/2010/09/la-huenchula.html
http://compartiendoculturas.blogspot.com/2010/05/el-caleuche.html
http://compartiendoculturas.blogspot.com/2009/02/el-caleuche.html

viernes, 20 de febrero de 2009

COSTÉ

Foto: http://mitosla.blogspot.com/2009_08_01_archive.html



Espanto de los indios Emberá-Catía.

Costé era como un indio, pero muy grande. En los brazos tenía unas especies de barberas enormes con las cuales cortaba todo lo que quería. Sus dientes eran de oro puro.

Costé cogía los indios que se perdían en el monte, cuando estaban cazando y se los llevaba para su tambo. Los castraba y los engordaba dándoles carne gorda de otros indios, pero como ellos no comían, les preguntaba qué era lo que querían. Si decían que carne de cerdo o de res, Costé iba y se robaba un cerdo o una res. Como tenía mucha fuerza los llevaba a cuestas. Cuando los indígenas estaban gordos, los ponía sobre una batea grande de madera, para no perder nada, y con sus brazos los destrozaba y se los comía y se tomaba la sangre. Muchos indios cuando iban a montear, se perdían. La mamá de Costé era una vieja muy flaca porque Costé no le daba carne.
La vieja vivía muy enojada con su hijo porque no le daba sino huesos.

Un día que Costé se fue a montear y a traer leña, la vieja le explicó a un indio que, Costé lo estaba engordando para después comérselo y que cómo podía hacer para escaparse. Tenía que subir a un filo y echarse a correr hacia abajo, hasta que volviera a su casa.

El indio dijo que él tan gordo como estaba no era capaz de correr, pero la mamá de Costé lo alentó y le indicó que cuando llegara al alto se echara a rodar. El indio gordo se escapó y logró llegar a su casa y contó la historia de lo que había sucedido y describió a todos como era Costé y habló de sus barberas y sus dientes de oro. A las doce de la noche, fueron más de cincuenta indios con escopetas y lo encontraron dormido y lo mataron.

jueves, 19 de febrero de 2009

LA PERLA Y EL DRAGÓN



El dragón de esta leyenda China habitaba en la isla de Borneo, en la montaña más alta de la isla Kinabalu. Vivía realmente tranquilo, y se encargaba principalmente de proteger una hermosa perla, su juguete mas preciado. Varias personas intentaron robársela, pero ninguno pudo y muchos murieron mientras lo hacían.

El emperador de China a pesar de esto estaba dispuesto a hacerlo y para esto envió a su hijo, el príncipe. Luego de viajar por días el joven llegó a la montaña y vio a quien debía enfrentar. Ordenó a sus hombres como parte de su plan que construyeran una cometa que pudiera soportar su peso y el de una linterna de papel.

A la semana estaba todo listo, y cuando la noche llegó el príncipe se montó y dirigió a la montaña. Entró en la cueva donde habitaba el dragón. Con cuidado le quitó la perla que reposaba en sus patas y puso en su lugar la linterna. Le indicó a sus hombres que recogieran la cuerda para marcharse y aterrizó sano y salvo.

Volvían felices y creyéndose victoriosos en un barco cuando el dragón despertó y descubrió lo ocurrido. Comenzó a tirar fuego y fue en la búsqueda de estos hombres. Encontró el barco, bajó hasta el y grito: “¡Devuelvan mi perla!”.

El joven príncipe dio órdenes de cargar el mejor cañón y disparar al dragón. Éste vio salir la bala y pensó que era su perla, abrió la boca para recogerla y se hundió en el mar.

El príncipe y su tripulación se dirigieron a su casa, triunfantes, y desde ese momento es la joya mas preciada del Reino de China.

Fuente: SobreLeyendas

miércoles, 18 de febrero de 2009

EL CALEUCHE


No era un pueblo, no podía serlo, se trataba sólo de un pequeño número de casas agrupadas a la orilla del mar, como si quisieran protegerse del clima tormentoso, de la lluvia constante, de las acechanzas que pudieran venir de la tierra o del mar.

En la pieza grande de la casa de don Pedro se habían reunido casi todos lo hombres del caserío.

El tema de su charla era la próxima faena. Saldrían a pescar de anochecida y sería una tarea larga y de riesgo; pensaban llegar lejos, quizá hasta la isla Chulin, en busca de jurel, róbalo y corvina.

Deseaban salir porque la pesca sería buena. Durante la noche anterior estaban seguros de haber visto a la bella Pincoya que, saliendo de las aguas con su maravilloso traje de algas, había bailado frenéticamente en la playa mirando hacia el mar. Todo esto presagiaba una pesca abundante y los hombres estaban contentos.

No todos saldrían, porque, como siempre, don Segundo, el hombre mayor, se quedaría en tierra.

Uno de los jóvenes le preguntó: “Usted, don Segundo, ¿por qué no se embarca?. Usted conoce más que cualquiera las variaciones del tiempo, el ritmo de las mareas, los cambios del viento y, sin embargo, permanece siempre en tierra sin adentrarse en el mar”.

Se hizo un silencio, todos miraron al joven, extrañados de su insolencia, y el mismo joven abismado de su osadía, inclinó silencioso la cabeza sin explicarse por qué se había atrevido a preguntar.

Don Segundo, sin embargo, parecía perdido en un ensueño y contestó automáticamente: “Porque yo he visto el Caleuche“. Dicho esto pareció salir de su ensueño y, ante la mirada interrogante de todos exclamó: “Algún día les contestaré”.

Meses después estaban todos reunido en la misma pieza. Era de noche, y nadie había podido salir a pescar, llovía en forma feroz, como si toda el agua del mundo cayera sobre aquella casa, el viento huracanado parecía arrancar las tejuelas del techo y las paredes y el mar no eran un ruido lejano y armonioso, sino un bramido sordo y amenazador. Don Segundo habló de improviso y dijo: “Ahora les contaré…”.

Su relato contenido durante muchos años cobró una realidad mágica para los que le escuchaban curiosos y atemorizados.

Hace mucho tiempo había salido navegando desde Ancud con el propósito de llegar hasta Quellón. No se trataba de una embarcación pequeña, sino de una lancha grande de alto bordo y sin embargo fácil de conducir, con dos velas que permitían aprovechar al máximo un viento favorable. Era una lancha buena para el mar y que había desafiado con éxito muchas tempestades.

La tripulaban cinco hombres, además de don Segundo, y el capitán era un chilote recio, bajo y musculoso, que conocía todas las islas y canales del archipiélago, y de quien se decía que había navegado hasta los estrechos del sur y había cruzado el Paso del Indio y el Canal Messier.

La segunda noche de navegación se desató la tempestad. “Peor que la de ahora”, dijo don Segundo. Era una noche negra en que el cielo y el mar se confundían, en que el viento huracanado levantaba el mar y en que los marineros aterrorizados usaban los remos para tratar de dirigir la lancha y embestir de frente a las olas enfurecidas.
Habían perdido la noción del tiempo y empapados y rendidos encomendaban su alma, seguros de morir.

No obstante, la tormenta pareció calmarse y divisaron a lo lejos una luz que avanzaba sobre las aguas. Fue acercándose y la luz se transformó en un barco, un hermoso y gran velero, curiosamente iluminado, del que salían cantos y voces. Irradiaba una extraña luminosidad en medio de la noche, lo que permitía que se destacaran su casco y velas oscuras. Si no fuera su velamen, si no fuera por los cantos, habríase dicho un inmenso monstruo marino.

Al verlo acercarse los marinos gritaron alborozados, pues, no obstante lo irreal de su presencia, parecía un refugio tangible frente a la cierta y constante amenaza del mar. El capitán no participó de esa alegría. Lo vieron santiaguarse y mortalmente pálido exclamó:

“¡¡No es la salvación, es el Caleuche!!. Nuestros huesos, como los de todos los que lo han visto, estarán esta noche en el fondo del mar”.

El Caleuche ya estaba casi encima de la lancha cuando repentinamente desapareció. Se fue la luz y volvió la densa sombra en que se confundían el cielo y el agua. Al mismo tiempo, volvió la tempestad, tal vez con más fuerza, y la fatiga de los hombre les impidió dirigir la lancha en el embravecido mar, hasta que una ola gigantesca la volcó.

Algo debió golpearlo, porque su último recuerdo fue la gran ola negra en la oscuridad de la noche.

Despertó arrojado en una playa en que gentes bondadosas y extrañas trataban de reanimarlo.

Dijo que había naufragado y contó todo respecto del viaje y la tempestad, menos las circunstancias del naufragio y la visión del Caleuche.

De sus compañeros no se supo más, y esta es la primera vez en que la totalidad de la historia salía de sus labios. “Por eso que no salgo a navegar. El Caleuche no perdonará haber perdido su presa, que exista un hombre vivo que lo haya visto. Si me interno en el mar, veré aparecer un hermoso y oscuro velero iluminado del que saldrán alegres voces, pero que me hará morir”. Todos quedaron silenciosos y pareció que entre el ruido de la lluvia y el viento se escuchaba más intenso el bramido de las olas.

No obstante la creencia de don Segundo de que la visión del Caleuche significa una muerte segura, hay personas en la Isla Grande que afirman que han visto o conocido a alguien que vio el Caleuche. Tal vez lo hicieron desde la costa y no navegando. En todo caso, los que navegan entre las islas del archipiélago durante la noche lo hacen con un profundo temor de divisar el hermoso y negro barco iluminado. Este puede aparecer en cualquier momento, pues navega en la superficie o bajo el agua, de él surgen música y canciones. Entonces la muerte estará cerca y el naufragio será inevitable.

Los que no perezcan pasarán a formar parte de la tripulación del barco fantasma, del Caleuche.

Fuente: Leyendas del sur de Chile (servicioweb.cl)
Adaptación: Carlos Ducci Claro
http://compartiendoculturas.blogspot.com/2010/05/el-caleuche.html
http://compartiendoculturas.blogspot.com/2010/09/la-huenchur.html

martes, 17 de febrero de 2009

BOCHICA


Bochica, el ser civilizador.

Cuando la humanidad se hallaba sumida en el desorden, hizo su aparición por el oriente de la Sabana de Bogotá, Páramo de Chingaza Bochica, un anciano venerable de largas barbas y pelo blanco, vestido con una túnica y en su mano una varita de oro.

Bochica predicó y enseñó las buenas costumbres a los habitantes de la sabana, les dictó algunos preceptos morales. El civilizador de los indígenas enseñó a sembrar, a fabricar casas y a tejer en algodón y el fique, a cocer el barro y hacer ollas, la manera de calcular el tiempo y determinar las fechas para la siembra y la recolección.

En una época cuando la Sabana de Bogotá estaba inundada por causa de Chibchacún, dios de las aguas, Bochica invitó a los grandes caciques para que lo acompañaran a la región del Tequendama.

Una vez allí subió sobre el arco iris y con su vara golpeó las rocas dando salida a las aguas. Así se formó el Salto de Tequendama.

En castigo, condenó a Chibchacún a cargar la tierra sobre sus hombros.

Los indígenas creían que cuando este se cansaba y cambiaba de hombro la gran piedra, se producían los temblores y terremotos.

http://compartiendoculturas.blogspot.com/2010/08/el-salto-del-tequendama.html
http://compartiendoculturas.blogspot.com/2010/08/origen-de-la-laguna-de-tota.html

lunes, 16 de febrero de 2009

TITU CUSI YUPANQUI

Titu Cusi Yupanqui
Monarca inca (1563-1570)


Hijo natural de Manco Cápac II, su hermano Sayri Túpac decidió aceptar las condiciones ofrecidas por los españoles y renunciar al trono, por lo que Titu Cusi Yupanqui se convirtió en el nuevo gobernante del reino de Vilcabamba, un pequeño reducto inca que comprendía la propia ciudad de Vilcabamba así como las localidades de Vitcos y Rangaya.

Tras un período de hostilidades con los españoles, acabó asumiendo un compromiso, por el cual aceptó la entrada de misioneros en Vilcabamba y recibió el bautismo.

Ello no impidió que se mantuviese firme en lo que respecta a su soberanía, por lo que llegó a escribir, en 1570, una carta a Felipe II, en la que exponía los agravios a los que su pueblo había sido sometido (Relación de cómo los españoles entraron en Pirú y el subceso que tuvo Mango Inca en el tiempo que entre ellos vivió).

Su muerte, posiblemente causada por una pulmonía, fue achacada a un envenenamiento llevado a cabo por los españoles y provocó el asesinato de los misioneros y la reapertura de las hostilidades.

Le sucedió su hermano Túpac Amaru I.

domingo, 15 de febrero de 2009

WASICHU (o was'chu)

Término despectivo lakota con el que se definía a los blancos que mostraban su ambición por las tierras y bienes nativos. Textualmente puede traducirse por “el que acapara la sustancia” (”avaro”, “codicioso”)

Inicialmente no era aplicado a todos los recién llegados; tan sólo a los que demostraban su intención depredadora, arrebatando vidas o propiedades indias.

Con el tiempo es fácil comprender que la expresión se generalizara para describir a todos los blancos.

"Wasichu", pues, no era inicialmente una expresión racista que con el que se pretendiera abarcar a cualquier blanco recién llegado. Era la descripción de una actitud.

La memoria de muchos lakotas refleja una y otra vez ejemplos desgarradores, mantenidos generación tras generación.

Alce Negro (1.863 - 1.950) cuenta en sus memorias, publicadas por primera vez en 1.932, el contraste ente dos modos tan diferentes de concebir al mundo.




"Yo nunca había visto un Wasichu -por entonces no sabía a que se parecía uno-, pero todos decían que los wasichus estaban a punto de llegar y que van a apoderarse nuestro país y expulsarnos a todos y que no nos quedaba otro remedio que morir luchando.

Hasta ese momento, estábamos contentos en nuestra tierra; rara vez pasábamos hambre.

"Los de dos patas" y "los de cuatro" vivíamos juntos -casi como parientes-. Había bastante para ellos y para nosotros.

Pero cuando llegaron los wasichu construyeron pequeñas islas (reservas) en las que encerraron tanto a "los de cuatro patas" como a nosotros.

Y esas islas se vuelven cada vez más pequeñas ante los mordiscos de codicia de los wasichu.

Tenía diez años aquel invierno (1.873) cuando vi por primera vez a uno de ellos.

Mi primera impresión fue pensar que todos los wasichu parecían enfermos.

Tuve miedo y la sensación de que podían empezar a atacarnos en cualquier momento.

Con el tiempo me fui acostumbrando a su presencia.

Aun recuerdo cuando los búfalos eran tantos que no podían contarse, pero los wasichu los fueron matando, dejando a su paso un montón de huesos esparcidos. No los mataban para comer, lo hacían por dinero -que les vuelve locos-.

Los mataban para hacerse con su piel, despreciando el resto. A veces, ni siquiera por eso: sólo por sus lenguas.

He oído que sus barcos de fuego (barcas a vapor) bajaban por el Missouri cargados hasta los topes con lenguas secas de búfalo.

Pero en ocasiones ni siquiera era ése el motivo.

Mataban por placer, porque les gustaba hacerlo.

Cuando nosotros cazamos matamos sólo lo que necesitamos".